José Luis Roselló. | Toni Planells

José Luis Roselló Serra (Ibiza, 21 de agosto de 1943) hace ocho años que volvió a su Ibiza natal tras 40 años de carrera diplomática alrededor del mundo. Su último destino fue Omán, donde fue embajador de España desde 2010 hasta el día de su jubilación, nueve días después de haber cumplido los 70, en 2013. No solo ha sido embajador de España en Omán sino que también lo ha sido en Angola y en Kuwait. Ha estado destinado en las representaciones diplomáticas españolas en Nicaragua, Estados Unidos, en representación permanente de España ante las Naciones Unidas y Marruecos donde fue Jefe de la Oficina Comercial.

Este ibicenco en 2003 fue nombrado Cónsul General de España en Casablanca y, desde julio de 2006 hasta 2010, fue embajador representante permanente de España ante la Oficina de la Organización de las Naciones Unidas y los Organismos Internacionales con sede en Viena.

Nos recibe en su casa de Vila, plagada de fotos con mandatarios internacionales acompañadas de cuadros de artistas ibicencos. Ferrer Guasch, Portmanys, también uno con la firma de Dalí y dos, incluso, más importantes para él: de Alicia Serra, su madre.

—Usted nació en Ibiza. Tras toda su vida trabajando alrededor del mundo, ¿cómo recuerda de la Ibiza de su infancia en los años 40?

—Era maravilloso. Los niños nos juntábamos para jugar a fútbol en s’Alamera hasta que teníamos que coger la pelota y salir disparados cuando llegaban los agentes de la policía, que nos quitaban el balón si nos pillaban. A uno de ellos le llamábamos es mistu (la cerilla). En aquellos tiempos no podías hacer nada sin que te cazaran: una vez alquilamos una Mobilette para ir a dar vueltas al hipódromo y cuando volvimos todos sabían lo que habíamos hecho. Recuerdo que me gustaba mucho pintar y me iba al Puig d’es Molins, me sentaba bajo un olivo y me ponía a dibujar y, más adelante, me animé con las acuarelas. Siempre me ha gustado dibujar; de hecho el primer día en el que ya había acabado mis oposiciones me desperté sin saber qué hacer, entonces salí al balcón de la residencia de estudiantes, en Madrid, y me puse a dibujar.

—¿Como decidió dedicarse a la diplomacia?

—Nunca he sabido por qué. Pero tengo una teoría. Y es que entonces había una propaganda franquista brutal en cuanto a que España era lo mejor del mundo y que los extranjeros eran poco menos que unos satrapas. Entonces yo jugaba al tenis, fui el segundo chico en jugar a tenis en Ibiza (el primero era el hijo del práctico del puerto), y entre los pocos adultos que jugaban estaba el médico, ‘Periquet Xinxó’, y también un señor francés que nos hicimos amigos. Entonces me di cuenta de las mentiras que decían sobre los extranjeros: ¡son una gente cojonuda!, y eso me dio curiosidad.

Al acabar el preuniversitario, en 1961, me ofrecieron una beca para ir a EE.UU, la American Field Service (AFS). Rellené el formulario y al recibir la carta de aceptación, que estaba en inglés, la leyó mi madre, que era una de las dos únicas personas que hablaban inglés en Ibiza. Mi padre le preguntó ‘¿qué pone aquí?’, a lo que mi madre contestó ‘que quiere ser diplomático’. La respuesta de mi padre, con los ojos en blanco, fue: ‘bueno, si te parece, esto no se lo diremos a nadie’. Pensó que se meterían conmigo. [Ríe]. Mientras estuve en EE.UU., viví con una familia durante un año entero en Carolina del Norte, mi padre gestionó mis estudios en Madrid para poder sacarme la oposición: un colegio mayor, un centro de estudios superior, el CEU y cuando volví ya me quedé directamente a estudiar en Madrid.

—¿A qué se dedicaba su padre?

—Mi padre era maestro de escuela, Don José, natural de Sant Antoni, no quiso ser director de Sa Graduada, prefirió seguir siendo maestro. Organizaba todo tipo de espectáculos y festivales para dinamizar el colegio, que hasta entonces se consideraba una escuela de pobres. Una vez, incluso, llegó a viajar a Mallorca para comprar globos llenos de helio para que sus alumnos hicieran un espectáculo. Su ambición era que Sa Graduada fuera un centro prestigioso y lo consiguió.

—¿Entonces dominaba ya el inglés?

—¡Que va! [ríe]. Recuerdo perfectamente que llegué a Nueva York un día 21 de agosto y necesité todo el día para explicar que era mi cumpleaños. No sabía nada. Acabé actuando en una obra de teatro que hacía el instituto, imagínese cómo llegué a progresar.

—La carrera diplomática tiene fama de ser muy cerrada y elitista. ¿Qué hay de cierto en ello?

—Esto se dice por ignorancia. Yo creía que al haber ido a la Alianza Francesa y hablar francés y habiendo estado en EE.UU. y dominar el ingés lo tendría fácil, pero me encontré con una gente muy preparada: muchos eran hijos de diplomáticos que habían estado viviendo en multitud de países extranjeros y con los idiomas muy superiores a los míos, y esto les puede dar cierta ventaja en cuanto a la preparación, pero solo entraban los 20 o 30 mejores notas; es muy complicado y yo, hijo de un profesor de escuela, pasé.

—¿Alguna anécdota que recuerde con especial cariño durante su carrera?

—Tengo muchos recuerdos y todos son esenciales [hace memoria]. Recuerdo una vez, en Nueva York, que conocí a Rafael Alberti. Al contarle que era ibicenco me explicó que había estado en Ibiza en tiempos de la República. Durante la revuelta, el dueño de la Fonda Formentera le estuvo escondiendo de los rebeldes, que se habían hecho rápidamente con Ibiza. Una vez fui adrede a la Fonda Formentera a contárselo y lo recordaba perfectamente.

—¿Lleva la cuenta de los países en los que ha vivido? ¿tiene preferencia por alguno de ellos?

—A veces se me olvidan algunos, pero la tendencia ha acabado siendo que he vivido mucho tiempo en los mismos sitios. Por ejemplo, en Nueva York he vivido 11 años entre una cosa y otra. En Marruecos he estado dos veces; cada vez que he estado allí he salido como embajador [ríe], primero entré como Consejero Comercial de la Embajada, uno de los puestos más bonitos que he hecho. Tenía que estar en Rabat, pero tenía que ir una o dos veces a la semana a Casablanca para asistir a las reuniones de la Cámara de Comercio Marroquí-Española, y una vez al mes a Tánger por la misma razón. Cuando ingresé en la carrera me regalaron un Mercedes 300D granate, muy potente, y volaba por las carreteras de Marruecos: de Rabat a Tánger tardaba tres horas. En esos tiempos conocí a mi mujer, que me la presentó el presidente de la Cámara de Comercio Hispano-Marroquí.

—¿Cómo vivió la guerra en Angola?

—Fue muy complicado. Estuvimos confinados en la ciudad un año. Recuerdo en una de las escaladas que llamé al secretario de la Embajada para que se refugiara conmigo en el edificio. Sentados en unas cajas de vino en el almacén mientras oíamos los bombardeos me dijo ‘creo que estaríamos más seguros en casa, que nadie sabe lo que es’. Yo le contesté que si tenía que morir, moriría en la embajada.

—En un país que depende del turismo, en la era de la pandemia y del post-Bréxit, y con un primer ministro como Boris Johnson a los mandos del Reino Unido, ¿Cómo se puede explicar que a día de hoy no haya un embajador español en Londres?

—Esto es una muestra de desagrado. Cuando un país tiene un conflicto con otro llama a su embajador a consultas.

—¿No es muy arriesgado dependiendo como dependemos del turismo británico?

—El turismo es una conquista social universal que nunca va a retroceder; está por encima de políticas.

—En el último año, España ha perdido varias oportunidades de ganar peso en entidades internacionales y europeas. Ni Nadia Calviño ni González Laya consiguieron la presidencia del Eurogrupo ni de la OMC respectivamente. Pedro Duque perdió la oportunidad de dirigir la ESA y León la de convertirse en sede del Centro Europeo de Seguridad. ¿Está perdiendo España peso internacional?

—España nunca ha tenido mucho peso. Salvo en los tiempos en los que, en España, el Sol no se ponía.

—¿A qué cree usted que se debe?

—Delante de potencias con 300 o 1.000 millones de habitantes y tú solo tienes 40 o si no tienes una fuerza militar terrible como la de Israel, eres insignificante.

—Ha nombrado Israel. Desde su experiencia como diplomático ¿cree que algún día llegaremos a ver una solución pacífica en Gaza?

—Un profesor siempre nos decía que hay conflictos que siempre permanecen y uno de ellos es el Oriente Medio. Son intereses geoestratégicos, igual que pasó en las Malvinas, y anteriormente incluso en Berlín. Tras los grandes conflictos han quedado otros más pequeños, como picaduras de mosquito, que permanecen o que surgen, como pasó en Kosovo. Son pequeños conflictos que no movilizan a las grandes potencias pero que están allí.

—Los últimos años de su carrera diplomática los pasó en Omán, vecina de Arabia Saudí. ¿Qué intereses tiene España en esa zona?

—Petróleo y, sobretodo, gas. También la amistad entre las casas reales. Tienen verdadera devoción por el rey emérito. El sultán, Qaboos Oman, perdió a su padre mientras estaba de vacaciones en España y Juan Carlos le hizo compañía toda la noche y eso un árabe lo agradece toda la vida.

—¿Supone algún tipo de conflicto moral el hecho de tener relaciones con un país en el que no se respetan los derechos humanos?

—Pesan más los intereses de Estado. A España le interesa el petróleo y el gas y mira a otro lado.

Crisis migratoria con Marruecos

—Usted ha sido, también, jefe de la Oficina Comercial y Representante Permanente de España en Marruecos, donde también fue Cónsul General en Casablanca. Desde su perspectiva y experiencia como diplomático y desde el conocimiento de este país, ¿cuál es su visión sobre los últimos acontecimientos en la playa del Tarajal?

—La colonización no ha sido buena para nada y para nadie. El problema es muy complejo. Por un lado, está la proximidad y la diferencia de niveles de vida y es normal que quienes viven allí quieran venir para vivir mejor. Esto es algo que no puede obviarse. Ya lo hicimos los ibicencos hace no tanto tiempo cuándo nos íbamos a Cuba o los españoles a Alemania. Por otro lado, el rey de Marruecos cuando tiene presión interna abre la espita y nos envía unos miles de individuos para hacer presión. Esto ha sucedido siempre: un chantaje permanente. Ya lo hicieron en el Sáhara, aprovecharon cuando Franco se estaba muriendo para hacer la Marcha Verde; si Franco hubiera estado bien vivo los hubiera fulminado. No es que sea franquista pero es la realidad.

—¿Tiene el conflicto del Sáhara alguna solución?

—El conflicto territorial no mucho. Por un lado, está el irredentismo marroquí, que quieren este territorio, y por otro está el Frente Polisario, que quiere la independencia. El problema de base es el nivel de vida: en el momento en el que en Marruecos vivan de puta madre se olvidarán del Sáhara y de lo que sea porque no se dejarán enredar por un jefe de estado que es un sátrapa y un dictador, pero esto no lo diremos a nadie.

—¿Puede hacer algo España al respecto?

—Es muy difícil; esto es lo que pasa al enfangarse en una colonia. Una potencia colonial siempre estará enfangada. Menos los ingleses, que han sabido hacerlo muy bien con la Commonwealth, con países independientes donde la jefa del Estado es la reina de Inglaterra, Canadá, Nueva Zelanda, Hong Kong o Australia por ejemplo.

—¿Ha fallado el cuerpo diplomático español a la hora de evitar esta situación?

—El cuerpo diplomático no tiene nada que ver con esto. Esto es política de Estado. Los diplomáticos no son más que funcionarios al servicio del Estado.