Ofelia Marí, en su pueblo. | Toni Planells

Ofelia Marí es una de las vecinas de Sant Joan encantadas con la tranquilidad que ofrece su pueblo durante el invierno. Nacida en Santa Eulària hace 86 años, en Es Forn de Can Mayans, las nupcias la llevaron a trasladarse a este pueblo en 1966. Amante de la tranquilidad de su pueblo, recuerda que hace ya 56 años, «cuando me iba a casar, me decían que estaba loca por irme a Sant Joan, que allí no había ni luz ni agua corriente. Yo les decía que ya la pondrían». Y así fue.

En Labritja ejerció de tendera «toda la vida», un oficio que trascendió de generación, ya que sus hijos acabaron abriendo el supermercado del pueblo. «Yo me jubilé a los 65 y aquí estoy, la mar de bien, disfrutando desde entonces de este pueblo tan tranquilo y tan bonito», exclama con orgullo.

Amante de la calma

«En invierno se está de maravilla», insiste Ofelia. «Cada mañana me acerco a visitar a una amiga del pueblo, a las 09.30 y lo único que se ve por la calle es a Ofelia», cuenta ella misma, con orgullo y en tercera persona, como presumiendo de un lujo exclusivo que sólo disfruta ella.

Aunque es consciente de que esta tranquilidad no es del todo viable económicamente, personalmente no echa de menos más dinamismo en sus calles: «El movimiento sólo va bien para los negocios, pero, por lo demás, estamos encantados de la vida». Además apunta que «apenas quedan negocios abiertos; cuando no cierra uno, cierra el otro». No puede evitar la comparación con el pueblo de Sant Joan que conoció en 1966: «Cuando llegué, había cuatro tiendas de comestibles y, ahora, sólo está el supermercado». Eso sí, reconoce que «también es verdad que hay más cosas en el supermercado que en esas cuatro tiendas juntas».

Natación a diario

Ofelia no sólo puede presumir y presume de su pueblo. También puede presumir y presume de forma física y de afición: «He ido cada día a nadar al mar». Una vecina la escucha, se acerca y corrobora su historia: «¡Es la número uno! Cada día, pero cada día, se va a la playa. Llueva, nieve o truene». «Mi madre no nos dejaba nadar hasta que pasaba San Juan, pero, cuando me emancipé, empecé a ir a nadar cada medio día», explica. «Cada día cogía el coche y me iba a nadar una hora a Sa Cala», comenta. Sin embargo, matiza que «este año ya he dejado de ir porque mis hijos ya no me dejan que vaya sola».

Anécdotas en el mar

«Podría escribir un libro de mis nadadas», asegura. Y anécdotas no le faltan: «Recuerdo un 8 de diciembre. Creo que era el año pasado. Serra, un vecino, me dijo que hacía mal tiempo y que ese día yo no nadaría. Entonces, fui rápido a la playa antes de que se pusiera a llover. Cuando llegué, había un temporal terrible. Pero yo nunca he ido al mar sin meterme. Un payés me dijo que observara que venían tres olas grandes y una pequeña antes de meterme en el agua. Cuando estuve dentro del agua y me encontré con ese temporal y sin nadie en la playa, pensé que, si me pasaba algo, nadie me podría ayudar. Así que acabé saliendo del agua. Al final, me arrepentí y, además, una ola me acabó mojando la toalla y la ropa. Llegué a casa empapada».

Explica otra anécdota en la que una pareja de extranjeros paseaba por la playa y la chaqueta de la mujer acabó en el agua. Cuenta que «el hombre se quitó la ropa y se quedó en calzoncillos» para intentar recuperar la chaqueta con una caña. «Cuando puso un pie en el agua, se volvió atrás de un salto», afirma. Para entonces, explica que la chaqueta «ya se había alejado mucho» y, aunque ya había hecho su sesión de natación diaria, Ofelia se volvió a meter en el mar para recuperarla. «Me costó mucho; eché la freixures», reconoce. Una vez con la chaqueta a salvo, Ofelia cuenta que la pareja sacó algo para darle: «Creí que era una propina, pero resultó ser un disco». Una vez en el pueblo, alguien le contó que la mujer extranjera era «una tal Stela, que era famosa, cantaba, bailaba o algo así», cuenta sin darle mucha importancia.

Recuerda otra ocasión en la que, a sus 80 años, fue a nadar junto a su nuera y la hermana de esta. «También hacía muy mal tiempo, pero, como entiendo a la mar mejor que los pescadores, nos acabamos metiendo», relata. Explica que sus acompañantes decidieron salir del agua mientras ella se quedaba «haciendo un poco más de ejercicio». Ese día, cuenta que, «a la hora de salir del agua, tuve que agarrarme a una cuerda de estas de los barcos, pero una ola me arrancó y empezó a darme vueltas. Si no vienen a ayudarme, no lo cuento». Tras ese escarceo, cuenta que su hijo le recordó su edad y que «debería dejar de hacer tonterías». Tardó cinco años en acabar convenciéndola.

Gente buena

Asegura que una de las cosas que le ha enseñado esta buena y sana costumbre es «que hay mucha gente buena». Explica que últimamente le costaba subir y bajar un escalón a la hora de entrar o salir del agua y solía pedir ayuda a quién esté allí. «Hubo uno que me ayudó a entrar y estuvo todo el tiempo pendiente de mí hasta que salí del agua. Siempre hay alguien dispuesto a ayudar», sentencia.