Joan Escandell (Ibiza, 1941) es molinero. Propietario del último molino maquilero de la isla, en Sant Miquel. Cedió el testigo a Lina y Luis, su hija y su yerno, aunque no se resiste a acercarse a echar un mano y a cubrirse la ropa del blanco de la harina en cuanto tiene ocasión.

—Un molino como el suyo debe tener mucha historia. ¿Dónde empieza?
—El molino lo empezó mi tío. Pero no estaba aquí, era un molino de agua que estaba más abajo, un poco más cerca del Puerto de Sant Miquel. Más tarde lo llevaron aquí arriba. Empezamos a montarlo sobre 1960, pero no empezamos a trabajar hasta el 65.

—¿Por qué lo movieron?
—Allí abajo se acabó el agua que movía el molino. Mi tío dijo que no quería saber nada más del asunto y lo compraron mis suegros. Entonces lo trajimos hasta aquí. Pensábamos que el alta del molino viejo nos serviría para este pero no fue así, así que tuvimos que recurrir a Palma y comprar el alta de una harinera que se había dado de baja allí. En aquellos tiempos no se podía montar un molino así por así. Estaba muy controlado.

—En aquellos tiempos, ¿se producía mucha harina?
—Sí, por entonces sí. Hubo mucho trabajo hasta mediados de los años 70. Con la llegada del boom del turismo se dejaron los campos para dedicarse a trabajar en los hoteles y esas cosas. Entonces se complicó un poco la cosa del campo. Eso sí, los tiempos mejoraron.

—¿Había muchos molinos entonces?
—Ya lo creo. Prácticamente en todos los pueblos: en Sant Joan, en Sant Llorenç, en Can Xiquet Pou, en Vila estaba el de Can Planas, otro en Sant Josep, dos más en Sant Antoni, el de Can Andreuet y seguro que me dejo alguno.

—¿Qué pasó en este molino con la llegada del turismo y la decadencia del trabajo en el campo?
—Mi suegro se quedó aquí y yo me fui a buscar otra cosa. Así que estuve como chófer de autobuses durante unos 15 años. Hasta que se jubiló mi suegro y decidí volver a probar a ver cómo me iba por aquí. Los primeros años estuve compaginando los dos trabajos, venía una o dos veces por semana a hacer harina y el resto de la semana con el autobús.
—¿Qué se encontró a su vuelta?
—Me encontré con que toda la harina venía de fuera. Era toda de esta blanca, apenas venía harina morena. Un día se acercó a hablar conmigo un panadero, el dueño de Can Coves, y me comentó que quería hacer un pan payés de la manera que se había hecho siempre, con la harina morena de toda la vida. Así que nos pusimos manos a la obra y poco a poco empezamos a trabajar cada vez más. Incluso llegamos a poner una máquina para separar el segó. Entonces empezaron a venir varios panaderos y clientes de otros lados. Así que decidí dejar los autobuses y dedicarme de lleno al molino. Así hasta hoy, que aunque estoy jubilado me sigo pasando a ver cómo va mi hija Lina, que es quién se encarga ahora, y si hace falta le echo una mano.

—¿Ha cambiado mucho la manera de trabajar?
—Sí que ha cambiado mucho. Tú piensa que cuando lo montamos no había ni electricidad. Teníamos solo un molino y lo movíamos con un motor a gasoil. Trabajábamos noche y día. Trabajamos tanto que, en cuanto llegó la luz, puse un molino más. El problema fue que, desde entonces, la cosa fue bajando y bajando hasta el punto que cerraron todos y el único tonto que quedó fui yo.

—¿El más tonto? Yo diría que el que más resistió.
—Bueno, también es verdad que como todos cerraron y solo quedé yo, sí que trabajé bien. Sobre todo cuando empezamos a hacer la harina payesa para Coves. La harina la vendíamos a sacos para las panaderías.

—Ahora se habla mucho del blat de xeixa, ¿es lo que molían antiguamente?
—Antes se sembraba mucho y era todo de aquí. Había de muchas clases, de xeixa, pero también de mollar blanc y mollar roig (que todavía hay). Salía una harina más morena. Antes el payés nos traía el trigo y nosotros se lo molíamos. Antiguamente se hacía a cambio de un porcentaje del peso, a eso se llama maquilar, por eso se llama molino maquilero. Creo recordar que nosotros cobraríamos unos 20 céntimos por kilo. En aquellos tiempos se ganaba dinero, ahora es una ruina.

—¿De niño ya echaba una mano en el molino?
—Recuerdo que mi hermano mayor sí que tenía que ir al molino, yo tendría unos cuatro o cinco años y me subía al carro e íba con él.

—¿Cómo era ser un niño en Sant Miquel en los tiempos que le tocó a usted?
—Fueron unos tiempos que preferiría que no revivir. Yo nací en la postguerra, en plena crisis, y tuve que ver mucha miseria. Había muy poca cosa y muchas familias lo pasaron realmente mal. Por suerte no fue nuestro caso, en casa teníamos suficiente huerto y agua para poder trabajar. Algunos vecinos venían a sembrar en un trocito de nuestro terreno. Para ir al colegio había que ir (andando claro) unos cinco kilómetros. Además tras caminar kilómetros, la mayoría de veces el maestro nunca estaba. No era nada serio. Menos mal que había un maestro, Joan d’es Marquet, que nos daba clases por la noche. Le habían pillado en el bando rojo y le quitaron la paga de maestro, así que tenía que buscarse la vida. Daba clases por la voluntad. Gracias a él sé firmar.