Juanito, minutos antes de la charla con 'Periódico de Ibiza y Formentera'. | Toni Planells

Juanito d’Olivetti (Vara de Rey, 1946) ha dedicado su vida a un oficio del que fue pionero en Ibiza: técnico de máquinas de escribir y calculadoras. Seis décadas trabajando para la misma casa bien le ha merecido que se le conozca entre los ibicencos por el nombre de la marca italiana.

—¿Dónde nació usted?
—En Vara de Rey, en el cuarto piso del número 24. En la misma escalera en la que nacieron Paco Valentín, Alonso Marí Calbet o el embajador José Luis Roselló. En aquellos años todos vivíamos allí de alquiler. Hasta más adelante la gente no pudo empezar a comprarse pisos. Yo era el mayor, después vinieron mis tres hermanas.

—Entiendo que en Vara de Rey se juntaría una buena pandilla de chavales.
—Así es. Todos los de la escalera y algunos de otros edificios. Mi mejor amigo era Juanito Murenu, que vivía en el número 16. Nos conocimos con solo cuatro años en la guardería de la Mestre Masiana, en la calle Castelar. Fuimos la sombra el uno del otro durante toda nuestra juventud. Íbamos siempre todos en pandilla. No sé cómo se las apañaban los cabecillas de cada barrio para organizar guerras entre nosotros a base de pedradas. Esa era la forma de divertirnos, ¡no teníamos otra cosa! Hacíamos guerras contra los de Sa Penya, los de Dalt Vila o los de Es Molins. Alguna vez llegó a venir la policía y todo [ríe].

—¿A qué se dedicaban sus padres?
—Mi madre, Francisca de Can Mariano d’es Pou, trabajaba en casa cuidando de sus hijos. Mi padre, Pep Durbán, era militar y llegó a ser teniente. Su padre, Joan Durbán había estado embarcado en un barco italiano hasta que se enteró de que buscaban a un maquinista en ses Salines. Así que tuvo que buscarse los documentos que le acreditaran como maquinista en Barcelona y estuvo en las salinas trabajando siempre como maquinista. Ganó bastante dinero y acabó comprando un terreno en la calle Castelar. Allí construyó uno de los edificios que el día 13 de septiembre del 36 bombardearon con la aviación franquista. Ese día es uno de los más negros de la historia de Ibiza. No solo murió mucha gente en el bombardeo, también hicieron el desastre del Castillo y, ese mismo día, partió un llaüt desde el Puerto para ir a matar al Francés de la Cala. Ese solar lo acabó comprando la familia Verdera.

—¿Cómo acabó su padre siendo militar?
—De casualidad. Era muy joven cuando vino un barco a reclutar gente para ir al frente con los nacionales. Al parecer, el barco adelantó su hora de partida y reclutaron a todos lo que pillaron por el muelle. De allí acabó en Vinaroz para irse directamente al frente. Al poco tiempo le ascendieron a Sargento en un pueblo de León, Cistierna.

—¿Fue al colegio?
—Sí. Iba a Sa Graduada y, después, al instituto cuando todavía estaba en Dalt Vila. Era el instituto más tercermundista del mundo: las ventanas de las aulas daban directamente al patio de la prisión que había pegada. Veíamos a los presos, hablábamos con ellos y les tirábamos monedas o tabaco. Una mañana, cuando llegamos a clase, nos encontramos con todo el tinglado de colchones y bancos apilados que habían usado tres presos para escaparse por el techo. No tardaron en pillarles en ses Salines.

—¿Siguió estudiando?
—No. Había un profesor, Pepe Tur, de Física y Química, el que no había manera. Me suspendía siempre. Así que me puse a trabajar con Valentín, que era vecino y amigo de toda la vida, con 14 años. Dos años después, los Verdera me vieron espabilado y me propusieron ir a Palma para aprender el oficio de técnico de máquinas de escribir y calculadoras de Olivetti. Hasta entonces, hablamos de 1963, no había nadie en Ibiza que pudiera repararlas y había que llevarlas a arreglar fuera. Desde entonces, éste ha sido mi oficio toda la vida.

—¿Estuvo siempre trabajando en Can Verdera?
—No. Con ellos estuve algo más de cinco años. Después, me contrataron directamente los de Hispano-Olivetti y estuve trabajando en la delegación que montaron en Ibiza durante nueve años y medio antes de comprar un local en el que monté mi propia delegación y donde estoy desde hace 45 años. Llevo trabajando para Olivetti 60 años. A día de hoy sigo viniendo, tranquilamente, eso sí, hablo con los amigos, me siento un rato y me distraigo. Es mi hobby. Me divierte.

—Habrá visto evolucionar la tecnología de una manera espectacular.
—Así es. He visto y trabajado con las primeras máquinas de escribir y calculadoras, pero también con los primeros PCs, los primeros terminales de ordenador y los primeros cajeros automáticos. Hubo una época de mi vida en la que todos los bancos dependían de mí. Si se estropeaba algún terminal o algún cajero, era yo el único podía arreglarlo. Cada vez que se abría un banco o un hotel, yo era el primero en entrar.

—¿Conserva máquinas de escribir y calculadoras antiguas?
—¡Ya lo creo! Me atrevo a decir que tengo una de las colecciones más grandes de España de máquinas de Olivetti. Tengo más de 130 entre calculadoras y máquinas de escribir.

—El oficio, ¿tiene continuidad generacional?
—Así es. Mi hijo Marcos, que es informático, se encarga ahora de la tienda. Tengo dos hijas más, Yolanda y Susana, que tiene a mis tres nietos, Gonzalo, Álvaro y Rodrigo. Su madre es Encarnita, una salobreñera que conocí en un hospital militar de Madrid. Tenía una tuberculosis que no me curaban en Ibiza, así que me mandaron al Sanatorio Militar del generalísimo, en la Sierra de Guadarrama. Allí estuve más de cuatro meses, pero volví nuevo y con novia [ríe]. Nos casamos nueve años después en su pueblo de Granada. Hasta entonces estuve yendo a Madrid cada tres meses y mandando cartas. Llamar por teléfono era todo un follón, había que pedir ‘conferencia’ y parecía que estabas hablando con el Congo. Se oía fatal.

—Aparte de su oficio, ¿ha cultivado otra afición?
—Sí. La agricultura. Tengo un terreno en el que tengo muchos árboles de fruta de toda clase, tomate, cebolla… y mucha ‘parra’. Como no me gusta el vino, recojo las primeras uvas en julio y hay años que todavía me quedan para las campanadas de Noche Vieja. Siempre ha sido mi afición: Con solo 12 años ya sembraba pésols mollars (tirabeques) para llevarlos a vender al Mercat Vell, a Cas Cónsul. Los sembraba en una feixa que tenía mi padre y los vendía a 16 pesetas el kilo: lo más caro del mercado. Enseguida estuve ganado mucho dinero. Lo primero que me compré fue un reloj Rodania en Can Vinyes por 1.250 pesetas que tenía calendario y todo. Otra de las aficiones que he mantenido toda la vida son las Mobilettes. Me compré la primera con 16 años y tenido más de 20. Yo solo voy en Mobilette, es la mejor moto que se ha fabricado jamás.