Elena, la educadora social de Fibromialgia, y Ángela, en el porche de la casa en la que vive la segunda. | Toni Escobar

Nada de colonias y perfumes desde varios días antes de nuestro encuentro y para el cabello, un buen lavado con bicarbonato. Esta son algunas de las pautas que se deben seguir para mantener una conversación cara a cara con Ángela sin usar la mascarilla. Cualquier resto de productos químicos en mi cuerpo puede empeorar su estado de salud. Desde diciembre de 2014, Ángela tiene reconocida una incapacidad absoluta por el síndrome de sensibilidad central, una enfermedad ambiental que le obliga a poner una serie de barreras a los agentes químicos y las ondas electromagnéticas, pero su calvario personal hasta ponerle nombre a su enfermedad empezó mucho antes.

«Desde muy pequeña era muy sensible; a los 15 años cuando iba a la peluquería no me podían poner laca. Los espray me hacían daño. A los 20 tuve que salirme de un centro comercial porque había probado colonias y, de repente, me sentí fatal», recuerda. Después empezó a tener reacciones a los productos de limpieza de su trabajo; a la pintura de óleos, una afición que ha dejado; a los del revelado de fotos y a los de su trabajo en la restauración de obras de arte. «Tendría que haber sido especialmente cuidadosa con todo aquello pero lo ignoraba. Con los productos de limpieza parecía que estaba con la gripe pero cuando salía del local que limpiaba se me pasaba. Eso era evidente pero cuando tendía la ropa se caían al suelo las pinzas de tender, no sabía que me hacia daño el suavizante de la ropa. Tenía declarada ya la fatiga crónica y seguía sin saber que lo que me provocaba era una mínima exposición en la calle sin mascarilla». Finalmente logró el reconocimiento a su enfermedad.

Su sentido del olfato se ha agudizado y le alerta de cualquier riesgo. «Notas que pierdes la fuerza muscular y te da la impresión que te aprieta el cuello. La cabeza no me aguanta, la mente se queda bloqueada. El otro día estuve en Eivissa y vine mal porque estuve muy sobreexpuesta a radiaciones electromagnéticas», relata Ángela.

Con la mascarilla que se pone en la ciudad o mientras conduce salva muchas barreras de agentes químicos, pero para la sensibilidad electromagnética no tiene escudo. «No puedo tener wifi en casa. Los inalámbricos es lo que más me bloquean», dice. De hecho, quiere instalar teléfono por cable en su casa «pero la compañía que nos dijo que sí, ahora dice que no puede ser por cable sino por wifi y lo tengo que pelear. Para mí estar aislada es un problema», ya que si gestiona muchos trámites telemáticamente le ahorra muchos problemas de salud. «Cualquier cola es una tortura. No puedo ir al cine, a una sala de fiestas pero hay sitios a los que tengo que ir. A la Plataforma Sociosanitaria no puedo ir, pero Elena y yo nos reunimos en la calle», dice Ángela en referencia a Elena Martinez-Esparza, la educadora social de la Asociación de Fibromialgia y Fatiga Crónica, a la que pertenece. «El caso de Ángela es de atención directa e individualizada. Necesito reunirme con ella fuera de la Plataforma, la sede de la asociación, porque ella no puede ir», comenta.

Vida en el campo

Ángela ha tenido que adaptar su vida a su enfermedad: dejar su piso luminoso que adoraba y acaba de trasladarse a una casa de campo. «Una mudanza supone un descontrol ambiental total, es sacar cajas y no puedo poner cintas adhesivas por los componentes que tiene. Tengo mis plásticos reservados porque si voy a la tienda a comprar también huelen. No me hacen daño los olores sino todos los materiales modernos y sintéticos». En la ciudad no podía abrir las ventanas de su casa para ventilar «porque me entra el olor del suavizante de los vecinos o el teléfono inalámbrico. No sabía porque empeoraba mi sensibilidad química. Nadie te da un manual de lo que te pasará. Vas aprendiendo a base a sentirte mal», comenta. Así aprendió a que si bajaba el diferencial podía estar en la cocina, ya que la vitrocerámica emana radiaciones, o en su piso empapeló el muro de la pared con su vecina con papel de plata, que actuó como aislante. En su casa actual cuenta con purificador de aire que utiliza estos días para dormir y detectores de onda.

Ángela reconoce que ha sido un camino duro, «pero ni mis dos hijas y mi familia me han puesto nunca en duda». Rechaza que se digan que viven en una burbuja «porque levanta una reacción a que digan que somos inalcanzables y eso crea nociones erróneas de que tenemos intolerancia al medio ambiente y alergias, sólo es a los productos químicos que están por todos lados; no me hacen daño las personas, ni los animales peludos ni el polen de las flores sino los cosméticos, el insecticida del perro y las fumigaciones. Hay una hipocresía. Se levanta esa barrera de que nadie se me puede acercar y no pueden hacer nada por ti porque es una enfermedad crónica y no tiene tratamiento de medicinas, pero cualquier persona puede hacer algo por un afectado. Una persona en una cola si es consciente de que un sólo whatsapp me mata, se puede apartar». Angela reclama más información y sensibilización acerca de su enfermedad. «Es imposible que me comprendan porque no se sabe lo que es. Las asociaciones son necesarias porque falta mucho por hacer a nivel médico, social y familiar. Si caes enferma te pones en manos de los médicos, pero no en esto porque no tiene el conocimiento y has de aprender sobre la marcha», finaliza.