Los que le conocieron coinciden en que la sencillez fue el rasgo más destacado de su personalidad. El historiador Joan Marí Cardona nació en una familia payesa de Sant Rafel, algo que nunca olvidó a pesar de ser considerado, junto al poeta Marià Villangómez, uno de los personajes referentes de Eivissa a partir de los años 70 del siglo pasado y una persona respetada por todos.

Marià Serra, su sucesor en la dirección del Institut d’Estudis Eivissencs, lo define como «la voz de los ibicencos», una persona con «una gran claridad en su mirada en el más amplio sentido de la palabra».

Un hombre que combinaba sus estudios históricos de la isla con largas conversaciones con la gente del campo, especialmente con personas mayores, a los que les trataba de forma «exquisita». Serra cuenta que muchos payeses desconfiaban ante tanta pregunta y algunos pensaron incluso que Marí Cardona era un recaudador de impuestos.

Anécdotas como esta abundan en su biografía y retratan un irónico sentido del humor que mostraba sobre todo en las largas caminatas que hacía junto a la colla des Canonge, un grupo de amigos cuyo nombre se puso haciendo un guiño al historiador y que todavía hoy organizan escapadas para conocer los rincones de la isla. Una de sus componentes, Montserrat Tur, recuerda a Joan Marí Cardona durante las excursiones que hacían cada semana siguiendo las rutas que realizó en su día el Archiduque Lluís Salvador.

Según relata Montserrat, en estas caminatas el historiador les decía exactamente quién vivía casa por casa, qué apellidos tenían y a qué familia pertenecían no solo en Eivissa sino también en Formentera. «Nos metía por caminos que solo él conocía», recuerda.

Asegura que a Marí Cardona «no le gustaban ni los cuentos ni las condecoraciones» y que respetaba a las personas no por su condición social sino por su nobleza y por saber mantener su palabra. «Aún hoy me pregunto qué pensaría él de muchas de las cosas que pasan ahora», dice Montserrat, quien confiesa echarle todavía mucho de menos.

Joan Marí Cardona siguió caminando junto a sus amigos casi hasta unos meses antes de su muerte en 2002 a los 77 años de edad a pesar de que cada vez estaba más cansado. Durante estas últimas excursiones cuenta Montserrat que todos tenían la sensación de que «se estaba despidiendo de la isla». Elegía cada semana un sitio diferente y, cuando llegaba al destino, se quedaba en silencio observando el paisaje como si quisiera guardar en su memoria todo lo que veía.