A pesar de las restricciones a la entrada de vehículos, Cala Salada y, especialmente, la vecina Cala Saladeta registran lleno total en el inicio de la temporada alta. | Toni Escobar

No llegar a tiempo para ocupar una de las alrededor de 60 plazas en el aparcamiento autorizado de Cala Salada o decidir ahorrarse los dos euros y medio que vale el billete de autobús que baja hasta la playa supone caminar bajo el sol veinte minutos por la carretera desde la barrera que restringe el acceso al tráfico. Una demostración de resistencia física solo apta para personas en buena forma que, a pesar de ello, elige mucha de la gente que se resiste a dejar el coche en el polideportivo de Can Coix, lugar donde está ubicada la parada de autobús.

La experiencia piloto de limitar el paso de vehículos en esta cala que puso en marcha en mayo el Consell d’Eivissa junto al Ayuntamiento de Sant Antoni tiene muchas deficiencias que solucionar. La principal es la falta de información para los turistas que vienen de fuera y que, una vez llegan a la barrera de control, muestran sorpresa, en el mejor de los casos, o directamente cabreo por no poder acceder sobre cuatro ruedas. «Ha sido el peor mes de mi vida», cuenta el vigilante que tiene que lidiar con los que exigen cruzar la barrera alegando su derecho de transitar por la vía pública.

Los que no pueden entrar, aparcan en el camino que conduce a Punta Galera, por lo que el problema de colapso de vehículos no se ha solucionado sino que, simplemente, se ha trasladado de lugar.

Una vez en la playa, en Cala Salada hay espacio para tumbarse pero en Cala Saladeta los problemas de masificación tampoco parecen haberse resuelto. El pequeño arenal está abarrotado a las doce del mediodía.

Paula, una joven turista de Gijón, se queja de que apenas tiene espacio para colocar la toalla. «Vine hace tres años y cada vez hay más gente». Ella es una de las que se ha arriesgado a dejar el coche mal aparcado arriba con la posibilidad de que le multen. «Volveremos andando y si nos cansamos igual cogemos un taxi», dice convencida.

Mientras tanto, siguen registrándose las escenas de años anteriores: vendedores ambulantes que ofrecen mojitos, fruta, cocos o pareos a sus potenciales clientes.

Antonia Riera, propietaria del Restaurante Cala Salada, lamenta que las limitaciones de tráfico no hayan acabado con esta venta ilegal. Además, asegura que, con el nuevo sistema, ha cambiado el tipo de personas que visita esta cala. «La gente que puede bajar andando es, mayoritariamente, gente joven que puede pegarse la caminata». A pesar de ello, señala que sigue yendo mucha gente aunque el poder adquisitivo de los clientes del restaurante han disminuido.

Antonia es una de las que opina que el Ayuntamiento de Sant Antoni debería habilitar un mayor número de plazas de aparcamiento. «Hay que darle un poco más de facilidad a los turistas» y apunta el «peligro» de que las personas vayan por la estrecha carretera que va desde la barrera a la playa.

Uno de los clientes que está sentado en una de las mesas del restaurante le da la razón. Considera que tendrían que habilitar un solar municipal que hay junto al primer acceso y ubicar la parada de autobús en la zona de los arcos para facilitar que la gente vaya en coche hasta allí y luego solo tenga que bajar en autobús ese tramo de carretera.

Toni Marge, el vigilante de seguridad que está junto al aparcamiento legal, situado a escasos metros de la playa, admite que se han detectado varios fallos. «Los primeros días no había barrera y muchos coches intentaban colarse». También cree que debería construirse una rotonda en el primer control para evitar que los conductores que no pueden entrar tengan que hacer marcha atrás.

Respecto al balance de este mes que el sistema lleva en funcionamiento lo tiene claro: «Mucha gente cabreada pero los residentes, encantados».