Situado en el límite entre los municipios de Vila y Sant Josep, el barrio de Cas Mut se encuentra desde hace décadas en tierra de nadie. «Es un barrio marginal de Vila aunque paguemos los mismos impuestos que los demás», afirma Gregoria Arteaga, una mujer que vive aquí desde hace treinta años durante los cuales «ningún gobierno nos ha solucionado nada».

Ella es una de las vecinas que asistió el jueves al pleno del Ayuntamiento de Vila para escuchar con indignación que los vecinos de Platja d’en Bossa, que padecen también los efectos del suministro de agua salada que reciben de Sant Josep, tendrán agua dulce en el plazo de un mes. «Si ellos van a tener agua buena no entendemos por qué nosotros no», lamenta. Dice no entender el retraso porque ya han instalado una tubería en la zona. «Nos dijeron que era cuestión de meses. De hecho, solo tienen que conectar la tubería», afirma.

Hace unos años todavía podían regar los tomates que tenía plantados en el jardín de su casa porque el agua no era de tan mala calidad. «Entonces, lo peor era en verano pero ahora tenemos agua mala todo el año», explica mientras desgrana los efectos que tiene la sal en los grifos que se oxidan o los termos que hay que cambiar cada dos años.

El salitre también provoca averías en las tuberías que discurren por la calle y que, según cuentan, «se revientan cada dos por tres» y obligan a abrir zanjas que dejan en un estado lamentable el firme de la carretera.

La falta de suministro de agua de calidad es el principal problema del barrio pero no el único. Los vecinos se quejan también del mal estado en el que se encuentra la carretera que lo atraviesa, a pesar de que es una vía muy transitada de peatones y vehículos que se dirigen al cementerio de Ibiza, a la cárcel y a los barrios de Can Fita o sa Carroca. No tiene alumbrado público ni aceras, por lo que las personas que bajan caminando tienen que estar muy atentas para apartarse cuando pasan los coches por la estrecha carretera.

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La larga lista de quejas se completa con la falta de limpieza en el barrio, con solo una isla de contenedores que están lejos de las viviendas rodeados de socavones de tierra y con el hecho de que la parada de autobús no tenga un banco habilitado para sentarse ni una mampara que proteja a los usuarios del viento en invierno.

«Si alguno de los que están sentados en sus poltronas vivieran en este barrio sufriendo a diario estos problemas, ya se habrían puesto las pilas», afirma Gregoria Arteaga.

LA NOTA

Un recibo de casi 90 euros sin gastar ni una gota de agua

El último recibo que Juan Antonio Arteaga y María Roig recibieron de Aqualia, correspondiente a los meses de octubre, noviembre y diciembre, asciende a 88,96 euros a pesar de que de los grifos de su casa no había salido ni una sola gota de agua durante ese periodo. «Nos están cobrando el mínimo por el enganche porque hemos quitado hasta el contador», afirma Juan Antonio.

El matrimonio quiso darse de baja de la compañía hartos de que el agua salada causara averías en las cañerías y problemas en el suministro. Ahora solo usan el agua de la cisterna que se han construido y que, en el mejor de los casos, la lluvia llena. En verano, en cambio, se ven obligados a comprar cubas de 14 toneladas de agua potable que cuestan unos cien euros y que apenas les duran tres o cuatro semanas para ducharse y poner la lavadora y el lavavajillas