«Compré este piso como inversión porque me enamoré de él, me parecía una joya con sus vistas a Formentera y a Marina Botafoch». Con estas palabras, la italiana Valentina Assordi describe la ilusión con la que, en el año 2001, decidió adquirir por un precio razonable una pequeña vivienda de 30 metros cuadrados en la calle Retir del barrio de sa Penya.

Hacía dos años que Dalt Vila había sido declarada Patrimonio de la Humanidad y, según se decía en sus círculos, «en dos o tres años el barrio se iba a transformar». Por este motivo, optó por reformar la estructura de la vivienda y su interior para poder alquilarlo, primero a trabajadores que venían a hacer la temporada, y luego a un chico italiano que pagó religiosamente el alquiler durante tres años hasta que tuvo que abandonarlo por problemas personales.

Primera okupación

El problema llegó en 2007 tras el parto prematuro de su hijo que tuvo lugar en Valencia y donde tuvo que permanecer varias semanas: «Cuando volví me avisaron de que había gente dentro de mi casa y que la estaban pintando», relata Valentina que, al denunciarlo ante la Policía, le dijeron que «si estaban ya dentro no podían hacer nada».

Asesorada por sus abogados, logró hacerles un contrato por escrito de once meses con el objetivo de poder desahuciarlos una vez venciera el plazo. «Los tres primeros años aguantamos, no pagaban todo lo estipulado pero, por lo menos cobrábamos una parte del alquiler», señala la italiana.

Los pagos cesaron cuando la matriarca del clan se fue a la cárcel a cumplir condena y la decena de personas que vivían en la casa optaron por dejar de pagar la mensualidad. Tras denunciarlo ante los tribunales, Valentina logró en 2011 la primera orden judicial de desahucio. La alegría, en cambio, duró muy poco porque la casa solo estuvo vacía 36 horas. «Al menos pudimos dar de baja el agua y la luz aunque al hacerlo nos encontramos con la sorpresa de que todo el barrio se había enganchado a mi casa», explica. La factura que tuvo que pagar ascendía a unos 5.000 euros en luz y más de 2.500 en agua correspondientes a cuatro años de impagos, que se suman a los más de 8.000 euros que se ha gastado en abogados durante todos estos años.

La inmediata ocupación hizo que Valentina cambiara de abogado, quien inició un procedimiento penal contra los ocupantes de la casa. El desenlace llegó hace unos días con una nueva orden de desalojo con la que pudo acudir a su casa junto a la policía para comprobar que la casa estaba vacía. «Había como 20 personas dentro pero cuando fuimos ya habían salido», asegura.

Para evitar nuevas ocupaciones, decidió tapiar la puertas y las ventanas de la casa, al igual que otras muchas viviendas de sa Penya donde vivían residentes de todo el año y que, poco a poco, a medida que la zona se iba degradando, han ido abandonando el barrio. «Ojalá no entren nunca más», señala antes de advertir que, en estos momentos, «hay muy pocos pisos vacíos sin tapiar y muchas personas que viven juntas en casas muy pequeñas y que están buscando un agujerito donde meterse».

Respecto a los planes de futuro que tiene para esa vivienda, Valentina asegura que su deseo es alquilarlo a partir de este verano pero la realidad le ha hecho cambiar de opinión. «Me he dado cuenta de que ahora mismo no puede vivir en el barrio gente normal. No puedo pedir dinero a nadie por vivir ahí. Además, el inquilino correría el riesgo de salir a comprar y quedarse sin casa», afirma.

La propietaria de este piso lamenta que sa Penya se haya convertido en «un barrio fantasma» donde, afirmó, solo hay «yonkis, gitanos y un montón de hormigón por todos los lados». A pesar de todo, no pierde la esperanza y cree que el enorme potencial del barrio conseguirá que la zona acabe rehabilitándose, siempre y cuando el Ayuntamiento de Eivissa realice acciones para apoyar a los dueños de los pisos.

«Si hemos aguantado hasta ahora, aguantaremos un poco más. Comprar este piso fue una apuesta y creo que la ganaré en unos años», concluye.