Pocas veces ocurre que una obra de arte es víctima de insinuaciones tan incómodas como la comparación con un inodoro. Es más habitual que se determine una creación que desagrada o no es entendida, con el contenido de dicho sanitario. Ya olvidamos, que si nos parece demasiado simple la obra presentada, sostenemos la convicción de que nuestros hijos lo harían mejor, o también…

Admirable es lograr la ejecución de semejante monumentalidad. ¿O deberíamos haber invertido en construcciones más útiles? Y la polémica está servida. Al tratarse de una obra de arte, sobra tiempo para descatalogar lo aparentemente inútil.

Aun así no faltan curiosos que visitan el lugar, pero queda la duda si es por el horizonte, por la fortaleza o por el monumento. O simplemente para documentar que hemos estado. Cierto es que cuando descubrimos nuevos lugares, tendemos a superar alturas para crecer en perspectiva. En principio los miradores son la atracción de los barrios, y el barrio en sí no es más que una excusa para llegar al punto que hace unos años aparecía en los mapas como lugar pintoresco.

Saltándome los tópicos, quiero olvidar aquellos comentarios que sugieren la importancia de según qué grandeza, sin trascendencia evidente. Encaminemos esta reflexión hacia las diferentes obras del artista. Piezas casi diminutas en hierro, bronce u otros materiales, elogian bocetos nobles y eternos, tan eternos como el Elogio al Horizonte. Y no pretendí un juego de palabras. Todo lo contrario. Es un intento de ampliar posibilidades, evaluar volumen y espacio para tal vez sentir una propuesta creativa.

Centrémonos en el año de su construcción y la moneda utilizada para pagar la ejecución. Hace casi treinta años y un centenar de millones de un instrumento de pago que lleva algo más de la mitad de estos años en el olvido. Y aún así se recuerda. Cómo se recuerda la época en la que el dinero todavía abundaba y alcanzaba para disfrutar la vida con algún que otro capricho, como elogiando horizontes no tan lejanos.

Un espacio desmilitarizado pero fortaleza, útil en desafío al tiempo, en un lugar que alberga un volumen suficiente para acoger y envolver una estructura más. Aquí estamos ante un monstruo dócil, amaestrado, que aparte de dar la espalda al fuerte y al barrio por él protegidos, se enfrenta a un mundo abierto, con el que no compite, pero sí comparte aire fresco y regenerado. Una brisa marina que lo acaricia pero no deforma.

Sin duda estamos ante un intento colosal de albergar arte, y que éste acoja su entorno, formando un conjunto claramente dimensionado. Pertenece además a una de las obras más sencillas, pese a su gran tamaño. A diferencia de los lugares de encuentro, que parten de una aglomeración de íes, griegas, como no, este elogio es un equilibrio sobredimensionado que no sólo no tambalea, sino que además acoge con sus brazos abiertos la ciudad que lo alberga. El horizonte siente unión con el propio de la escultura monumental.

La austeridad con que esta obra determina espacio, el propio y el entorno, reclama no solamente un índice estético, sino que ha sabido desafiar también la ingeniería. Y si la corona se hubiese cerrado, el monumento habría alcanzado la perfección, pero como la perfección hubiera aniquilado la intención artística, actúa una tensión ejemplar y característica como revelación elegante.