Cristina Molina, en el hospital Can Misses.

La noticia de la concesión de la Medalla d’Or de Vila le produjo sentimientos encontrados este verano. «Estaba contenta y a su vez tenía sentimiento de tristeza», recuerda. Y es que ese anuncio le devolvió a su infancia, a su vida en Argentina. «Me hubiera gustado compartir ciertas cosas con gente que no está y han influido mucho en mi vida», dice. Entre esas personas a las que se refiere estaban sus padres.

¿Siempre quiso dedicarse a la medicina?
—Quería estudiar, pero no sabía qué hacer. Mis padres trabajaron mucho, vivían en las provincias y con cuatro hijos se fueron a la capital. Hicieron mucho esfuerzo. El único patrimonio de mi padre eran sus hijos y para él era muy importante. Murió muy joven, con 48 años, y éramos diez hermanos. Siempre nos decía que teníamos que trabajar mucho y hacer lo que nos gustara; eso me quedó muy grabado. A mi madre le tenían que haber dado un premio, con 39 años se quedó con diez hijos y trabajó para que nosotros fuéramos alguien. El mérito de que todos seamos buenas personas, respetuosas y solidarios es suyo. Tratábamos de buscar nuestra propia salida y nadie nos ayudaba.

Estudia Medicina y se viene a Ibiza en 1985.
—Sí, con mi familia. Mi hija Mariana tenía dos años. Mi madre, a pesar de que me venía, nos dijo que teníamos que buscar otro camino, que éramos jóvenes, teníamos a una niña y para ella lo más importante eran sus padres, aunque siempre que pudimos vino nuestra familia.

¿Y se puso a trabajar?
—No, llegamos en un mal momento. España acababa de entrar en el Mercado Común y se tardaba mucho en convalidar los títulos. El mío quedó medio dormido durante más de un año y medio en el Ministerio de Educación y fue un amigo a ver qué pasaba. Cuando llegamos a Ibiza conocí a gente que sigue siendo mi amiga; me ayudaron mucho, no el tema económico porque todos estábamos en la misma situación. En 1991 empecé a trabajar en Can Misses.

¿Hasta ese año no ejerció la medicina?
—Como veía que los trámites eran muy lentos, vine al hospital y pedí hacer una asistencia voluntaria durante dos años en el servicio de Ginecología y luego estuve más de un año en Anatomía Patológica aprendiendo a hacer citologías. Todo el mundo me preguntaba por qué no me hacían un contrato, yo estaba feliz porque me gustaba lo que hacía; es verdad que no recibía un duro pero estaba acostumbrada a arreglarme con lo que tenía. El apoyo de mi marido era fundamental y la gente del hospital, divina. En 1991 me contrataron para hacerme cargo de planificación familiar y para mí fue un premio.

Y en ese premio sigue hasta que se jubile.
—Fue una cosa muy bonita porque hubo gente muy buena que me respetó y me consideró mucho en ese momento. Fue un premiazo y tenía que demostrarles mi agradecimiento por confiar en mí.

Ese premio ha dado mucho de sí desde entonces. ¿Cuántas mujeres han pasado por su consulta?
—Muchísimas. Hay familias que hasta la cuarta generación, atendí a la abuela, después a la madre, a la hija y ahora viene la nieta; otras, a la tercera. Me facilitan el trabajo por la confianza que ponen las mujeres en traerme a sus hijas. Son cosas espontáneas y las vivo con mucha alegría.

¿Qué supuso para usted la concesión de la Medalla d’ Or?
—Al principio me pareció demasiado porque siento que hay muchas personas que trabajan mucho y yo no descubrí nada en el ámbito científico. Para mí, el trabajar en lo que hago es un privilegio, me gusta, nadie me pone límites y siempre me he sentido respaldada, aunque las direcciones de los hospitales hayan sido de diferentes colores políticos.

Para un jefe es la trabajadora perfecta porque no se queja de nada y todo es agradecimiento.
—A veces es muy difícil hacer lo que uno le gusta. No estoy sola en el trabajo. Hay un grupo de gente que trabaja conmigo y se involucra, saben a la hora que entramos pero no a la que nos vamos y no tenemos tiempo de ir a desayunar. Todos aceptan esta situación. A los residentes les digo que vengan bien desayunados. El equipo que tenemos es una maravilla. Aquí todos necesitamos trabajar, hay que hacerlo en armonía y siempre con respeto. Si haces bien el trabajo te vas tranquila a tu casa. Yo no puedo escuchar a nadie que toma iniciativas por su cuenta, que el médico no haría, como un paciente que llega tarde a su cita y le dice que no atiende, pero no sabes lo que le pasó. ¿Quienes somos nosotros para decir que no atendemos a los pacientes?

En su historia personal hay situaciones viviendas muy duras. Usted tiene un hermano desaparecido en Argentina durante la dictadura.
—Mi padre dijo que el hermano mayor tenía que ser responsable del siguiente. Jorge era mi responsable, tenía un año mayor que yo y si hacía algo mal era a él al que reprendían. Se tomó muy en serio ese papel. Éramos muy compañeros, se quedaba conmigo a estudiar por la noche. Cuando desapareció fue terrible para toda mi familia, pero tuve una madre que nos dijo que en lugar de llorar teníamos que seguir siendo como él era. Ella se convirtió en una madre luchadora, fue una de las primeras de la Plaza de Mayo. Escribía cartas a todos los organismos y a gobernantes, como Jimmy Carter que era entonces presidente de Estados Unidos, y le contestaban. Era una persona que, a pesar de no haber estudiado porque se dedicó a cuidar primero de sus hermanos y después a sus hijos, tenía tiempo de leer de noche y leía muchos libros. Nunca se quejó de nada. Cómo me voy a quejar yo, sería irrespetuoso.

¿Encontraron el cuerpo de su hermano?
—No. Mi madre no habló nunca de muerte, no quería admitirlo, sino de desaparecido, era como una reivindicación. El objetivo era buscarlo con vida o encontrar los culpables. Decía que no le servía de nada que le devolvieran una bolsa de huesos sino que se investigara lo que había pasado y, sobre todo, los niños desaparecidos. Yo lo cuento porque no quiero que se olvide esta historia. Hemos pasado momentos muy difíciles con eso pero también he estado muy orgullosa de mi madre, de cómo luchaba.

Volviendo a su trabajo, ¿cuál ha sido su mejor experiencia profesional?
—Cuando veo a una señora mayor que hace muchos años que no viene o cuando nos dieron el premio al mejor trabajo de investigación en un congreso de infancia y adolescencia en Ibiza o encontrarme con gente de mi época que me de un beso y me abrace. Hay muy buenos momentos.

¿Y la peor?
—Trabajo para la mujer, te encuentras con gente machista que las discriminan porque vienen de otros países. No olvido que soy inmigrante. Me violenta cuando la gente habla mal de los inmigrantes y es como que no tienen memoria.

¿Se refiere a compañeros suyos?
—Sí, pero fueron mínimos. En general, la gente que he conocido aquí es fantástica y hemos trabajado en otros temas como en la asociación antisida de Ibiza. Trabajábamos con los enfermos que en aquella época se morían todos. Allí conocí a gente buena y muy trabajadora.

¿Cuándo piensa jubilarse?
—He pedido prórroga. Estoy bien. A los que trabajan conmigo les digo que cuando falle en algo me avisen. Sigo porque me gusta y aún tengo muchas cosas por hacer.

No sé si preguntarle que le aporta su profesión porque veo que es una parte importante de su vida.
—Mi familia es lo más importante y disfruto mucho de ella aunque me quita mucho tiempo mi profesión pero tengo espacio para estar con mi nieto Nico, de cuatro años, que es un amor de niño.