Mucha solera. Carlos Marí posa delante de los muebles del bar, que tiene objetos con más de un siglo de historia. | DANIEL ESPINOSA

En un rincón del Bar San Juan hay fotos en color y blanco y negro detrás de una guitarra acústica y un amplificador Marshall. Es la galería de los clientes ilustres. La mayoría gente que nunca ha salido en revistas ni es famosa, pero que ha visitado esta casa desde hace 40 o 50 años. Para Carlos Marí el secreto de esta fidelidad es el cariño y la comida casera.

¿Cuándo cogió las riendas del negocio familiar?
— Pues hace ya 19 años. Lo cogí después de que mi tía y mi padre lo dejaran, porque los dos estaban muy cansados y mayores. Lo tuvieron alquilado tres o cuatro años y lo hundieron en la miseria. Se quedó hecho un asco. Cuando lo dejaron lo cogí yo. Me costó tres años volver a levantarlo. Empecé haciendo 90 cubiertos al día y ahora la media de invierno estaba en torno a 140 cubiertos. Este año estaré en torno a 80 o 75.

¿Qué hizo antes de eso?
— Yo siempre he sido un emprendedor. A los 15 años ya trabajaba y a los 18 o 19 ya tenía varios millones de pesetas ahorrados.

¿Y eso cómo se hace?
— Pues trabajando mucho. Yo tenía tres trabajos a la vez. Trabajé en Dient, que era una tienda muy famosa por aquella época donde venían los multimillonarios y los famosos a comprar la ropa más cara que había en la isla. Luego en aquella época se trabajaba mucho por comisiones. Yo jugaba con eso. Alquilaba casas de un señor que tenía muchas y de eso sacaba un tanto por ciento de cada una. Además mi tío abuelo, el hermano de mi abuela, vendía casas. Yo hacía de intermediario. Había mucha gente que venía a comer al bar que nos preguntaba por este tema. A veces cuando estaba por ahí encontraba a alguien que me preguntaba si yo, que era ibicenco, les podía encontrar algo y yo les decía que sí. Vendí quizá cuatro o cinco casas. Por eso gané antes de los 19 años 6 o 7 millones de pesetas.

¿Cuál fue su primer negocio?
— El primero que monté fue una pastelería bollería, cuando ya estaba en el barrio el Croissant Show. El negocio estaba detrás del bar San Juan y se llamaba San Juanito. Allí aprendí muchísimo. Yo siempre he querido aprender más de lo que tenía en casa. En aquella época toqué lo que era el tema cafetería, panadería y pastelería. Aprendí a hacer todo tipo de cafés y cómo se hacía el pan, bollería y pasteles. Después empecé a vender jamones y a cortar jamón. Hacía tostadas de pan con butifarra y sobrasada. En aquella época me bajaba toda la gente del Ayuntamiento y del Consell a comer. A las 9 de la mañana estaban por aquí con el almuerzo, con su botella de vino y su jamón serrano que les cortaba yo. Siempre he sido una hormiguita como me decía mi madrina. Iba cogiendo un pellizco de aquí y un pellizco de allá.

¿Para llegar ahí se formó en algo?
— Siempre he aprendido del día a día. En aquel momento, cuando yo tenía 15 años, mis padres habían hecho una casa muy grande y la estaban pagando. Mi madre, que tenía una tienda, ya no trabajaba porque estaba mala. Mi padre estaba trabajando en el Ayuntamiento a donde se iba a las 7 de la mañana y llegaba a las 3 de la tarde al bar San Juan. Así que a mí me daba cargo de conciencia estar estudiando sin sacar provecho. Yo aprobaba, pero no era un gran estudiante. Así que decidí que quería quitarles ese peso y trabajar. Desde entonces no he parado. Intenté estudiar diseño y lo dejé porque me parecía que iba hacia atrás. Era todo demasiado básico para mí, yo en seguida quería estar diseñando y comenzar de cero se me hacía demasiado largo, así que lo dejé. Siempre he estado montando negocios: en el Club Náutico, en Santa Eulària, aquí en el barrio también monté tres o cuatro cosas. He tenido tiendas de ropa, una condonería, para que veas que he tenido de todo. Hasta tuve una tienda de ropa interior de mujer. Imagínate.

Y en el año 2000 decide volver a casa, al negocio familiar, ¿cómo fue eso?
— Yo no lo cogí antes porque era demasiado joven y me daba mucho respeto. Cogerlo y fallar era algo que veía que me haría no volver a levantar cabeza. Entonces dejé pasar esos años en que estuvo en manos de otro y ahí ya vi que si no lo cogía se me escaparía la oportunidad de coger mi casa. Así que cuando lo soltaron hablé con mis padres y les dije: «lo quiero yo». En la familia todo el mundo me apoyó y desde entonces hemos ido creciendo. De 90 cubiertos hemos llegado a los 140 en invierno y 350 en verano.

¿Decidió desde el principio volver al origen de lo que era el San Juan?
— Yo sabía la fórmula mágica del abuelo. Bueno, bonito y barato. Y por supuesto el cariño que le daba el abuelo a la gente. Siempre trataba a los clientes como si fueran familia, de casa. Siempre hemos querido dar ese cariño y trabajar para la gente del pueblo, para la gente de aquí. Eso yo lo tenía clarísimo. Yo quería tener las recetas de la abuela, comencé con su recetario, pero los ibicencos hemos cambiado nuestra forma de comer. Con 14 o 15 años yo me acuerdo de juntarme con mi amigo Canyes, de la frutería. Él estaba repartiendo fruta por ahí con la carretilla y nos juntábamos para almorzar. Íbamos a ver a la María y le pedíamos molls y nos los preparábamos para desayunar a las 10 de la mañana. Nos tomábamos incluso nuestro vinito, escondidos en un rincón.

¿El paladar moderno ya no está acostumbrado a esa comida?
Los platos ibicencos son muy fuertes. La frita de cerdo, la frita de tocino… son platos que ya no se estilan porque a la gente joven se les hacen demasiado contundentes. A los extranjeros también. Aunque mi abuela era todo lo contrario para cocinar. En el arròs de matances ella se preocupaba muchísimo de que no le saliera ni un poco de grasa. Siempre se le ha echado manteca, que era algo que mi abuela no le ponía nunca ni a este plato ni a ninguno. Al revés, todo lo que se pudiera quitar de grasa, la abuela siempre se lo quería quitar para que no fuese tan grasiento. Y yo que sé, hay tantos platos que he tenido que quitar por esto que al final he acabado poniendo mis recetas, recetas de mi madre y hemos hecho una compendio de todas estas recetas. Siempre intento mejorar mis recetas cada año y darle un repaso a las de la abuela y las de mi madre para ver si podemos darla una vuelta de rosca. Ese es el trabajo diario que se le tiene que poner: ilusión, ganas y querer mejorar siempre.

¿Cuál es el plato que más lástima le ha dado que se quite de la carta?
— En realidad ninguno. Uno se tiene que mover con la gente. Me dan pena todos, pero en realidad te lo quitas de encima enseguida y hacer una cosa que guste.

¿Pero hubo alguna receta de su abuela que a le gustara y haya tenido que quitar?
— Muchas. Gerret en escabeche por ejemplo. Era una cosa que se hacía siempre. En la barra había un recipiente lleno de gerret en escabeche y por la mañana lo primero que se hacía por la mañana era servirlo. Si se ponía un plato con ensalada se ponían unos gerrets en escabeche. Ese plato a mi me encantaba y a pesar de que lo tuve hecho por mí, porque lo quería recuperar, lo quité. Se tiraba muchos días preparado y me lo acababa comiendo yo, que me ponía de gerret hasta las orejas. Vendía pero no era para tenerlo. Igual que la frita de tocino o la borrida de ratjada, que son platos muy típicos, tampoco funcionaron. El plato de Semana Santa, el cuinat, que también lo hacíamos, pues igual hay algún año que me animo y lo hago. Pero no lo hago como siempre se hacía por Semana Santa. Una cosa que en tiempos era infalible y se vendía todo. Pero no te puedes encabezonar, si la gente no se lo come pues pongo una ensaladita de rulo de cabra, que ahora está en todas partes, tuneo la ensalada payesa y la modernizo… una transformación pequeña que en platos ibicencos lo adaptaban a los tiempos en los que estamos.

En verano que siempre tienen un gentío en la puerta, ¿cortan en algún momento el turno?
— No, se recibe a todo el mundo. Luego que ellos decidan quedarse o no ya es otra cosa, pero siempre recibimos a todo el mundo. Estamos muy pendientes de la puerta y de quien llega, haya cola o no, enseguida salimos a hablar con el que acaba de llegar. Dar el tiempo es lo molesto. Cuando tienes a tanta gente lo complicado es decirle a la gente cuánto va a esperar hasta que se siente. No puedes engañarles y decirles que es un cuarto de hora y que luego sean tres cuartos. Tenemos gente que a lo mejor espera una hora y media para comer. Y esperan. Eso es un halago.

A la gente le llama la atención que a veces se mezclen clientes en la misma mesa ¿salen comentarios de este tema?
— Nos lo comentan mucho, pero ¿sabes la cantidad de momentos chulos que he visto en el San Juan con este tema? Tantas historias de compartir mesa tan bonitas. Parejas, por ejemplo, yo he visto formarse aquí un montón de parejas. Gente que se ha conocido aquí y se han hecho pareja de todo tipo, heterosexuales y homosexuales. Compartir la mesa hace que pasen cosas. Parece que nos han educado a que hay que compartir la mesa solo con gente conocida. Y juntarte con una persona que no conoces en una mesa rompe el hielo mucho, al final acabas hablando con ellos. Una rara, por ponerte un ejemplo, dos parejas de Alemania. Aunque mezclemos a gente intentamos que sean afines, cuando se puede. Senté a dos parejas alemanas y al año siguiente vinieron los cuatro. Fueron ellos que me vinieron a decir lo amigos que se habían hecho, que estaban encantados. Desde que los senté pasaron las vacaciones juntos. Se fueron a Alemania y parece ser que durante el invierno hablaban y quedaban. La cosa, que al final decidieron volver a Ibiza los cuatro y venir a comer al bar San Juan. Se habían hecho inseparables. O que te llegue algún cliente y te enseñe el dedo con el anillo y te cuente que se ha casado con la persona con la que le sentaste en la mesa. Eso es una pasada y es real.

¿Siempre ha sido así en el San Juan?
— Antiguamente, cuando comenzamos con los turistas esto era como un punto de encuentro. Bajaba la gente del pueblo con su carro y venían a vender la fruta y la verdura al mercado, o a comprar lo que fuera a Vila. Aquí se juntaba la gente, entonces muchos se mezclaban con el conocido aquel o con algún amigo. En Ibiza se conocía todo el mundo. Cuando llegaron los turistas aquí ya solíamos tener mucha clientela, así que mi abuelo les sugería sentarse con la gente que había si no querían esperar. Y así comenzó. Salió como algo natural porque la gente ya se sentaban con unos y con otros, si no era Pepe era Toni.

¿Es fácil llevar un negocio familiar con tanta tradición?
— No, tienes que tener mucho compromiso. Y mucho más por el nivel en el que lo dejaron mis abuelos y mis padres. El compromiso tiene que ser muy fuerte y tuve mucha presión. Porque claro, yo quería estar igual o mejor, por debajo no quería estar. Habría sido un fracaso para mí. Eso es lo que más ánimo me ha dado para salir adelante. Y mi abuela antes de morir me lo decía muchas veces: ‘Carlos, lo haces muy bien, yo nunca pensé en los rincones que tú aprovechas ahora’. He puesto bandejas en la cocina por todas partes para aprovechar hasta el más mínimo rincón. Estoy muy satisfecho de que mi abuela estuviera orgullosa de mí, por como llevaba la casa y porque fuese bien.

¿Habrá una cuarta generación en el bar San Juan?
— Yo siempre cuento con la familia, mis padres y mi madrina siempre están detrás de muchas decisiones que tomo, porque ellos tienen más años y más experiencia que yo. La cuarta generación ya ha salido del horno, mi hija tiene ocho años. Si soy romántico, que te voy a decir, sí me gustaría que ella siguiera. Pero tampoco se lo deseo, porque sé que la hostelería es muy sacrificada. Te tiene que gustar como a mí, que esto lo llevo en la sangre y no me lo sé quitar. Si lo llevas así va bien, porque eres feliz aunque trabajes 20 horas al día y te queden cuatro para dormir, como me pasa de vez en cuando, lo haces encantado. Lo haces porque es tu casa y lo haces con alegría. Cuando viene la gente y se va contenta eso es lo que te llena.