Juliana Pardo. | Arguiñe Escandón

Recuerda que cuando era pequeña, no tenía más de diez años, cuando una vecina se hizo una brecha enorme en la cara con una azada. «Cogí un trapo y se lo puse apretando para cortarle la hemorragia. Yo ya pensaba entonces ser enfermera», dice esta mujer generosa, espontánea y sincera. Jubilada desde 2005, Juliana no para: colabora con Cáritas, Manos Unidas, las Trinitarias de Sant Antoni, toca la guitarra e incluso cuando regresa a Almería echa una mano al sacerdote de su pueblo.

¿Por qué decidió ser enfermera?
—Tenía diez años cuando mi padre me enseñó a poner inyecciones, a él le puse la primera y me decía que tirara la aguja sin miedo.

¿Era practicante?
—No, ¡qué va! Hacia de todo, no cobraba un duro y se dedicaba a ayudar a los vecinos. Éramos gente humilde. Mi padre se tuvo que ir a trabajar a Francia para ganar dinero y enviarlo a mi abuela, que nos cuidaba a mi hermana y a mi. Tenía 11 años cuando mi madre murió a los 43 años. Recuerdo que mis amigas iban a estudiar al colegio de las monjas de Albox, me daba envidia pero yo no podía. Mis amigas me propusieron hablar con la superiora y fuimos a verla. Me dijo que si era verdad que quería estudiar lo iba a hacer. En Madrid acabé el Bachiller en un colegio de huérfanos y de allí a una escuela de enfermería en Carabanchel. Me quedé a trabajar en Madrid.

¿Cuál fue su primer trabajo?
—En el Hospital Universitario Fundación Jiménez Díaz, trabajando allí murió Jiménez Díaz. Me acuerdo del aula de investigación y enseñanza. Luego estuve en Clínico y al Oncológico en 1971. Mi padre y mi hermana estaban en Barcelona y me fui con ellos. Fui al Vall d’Hebron para ver si encontraba trabajo. Hablé allí con una monja que era la jefa de enfermeras y empecé a trabajar.

Y de allí a Ibiza.
—Sí, me vine en 1975, me enamoré de un ibicenco, se llama Vicente Serra, de Sant Rafel, en la plaza de Catalunya. Pedí traslado a Ibiza, mi marido habló con el doctor Labarta y me vine al antiguo hospital, en la antigua Comisaría, que me parecía una casa de campo comparado con el Vall d’Hebron. Trabajaba en Quirófano pero hacíamos de todo. Éramos como una familia. Por la tarde, si no teníamos mucho trabajo, una de nosotras se escapaba a Ibiza a comprar pasteles para merendar. Nos lo pasábamos bomba.

De allí se fue a trabajar a Sant Antoni.
—Fue una casualidad. En el Vall d’Hebron coincidí con otras dos compañeras, Rosario y Nieves, que también vinieron a Ibiza. Rosario se casó con un ibicenco y Nieves, que es de aquí, también. Las tres pedimos traslado y del hospital nos fuimos a Sant Antoni al abrir el primer centro de salud en la calle Cervantes, porque vivíamos en el pueblo. Después se abrió el de la calle Alicante. Recuerdo que hicimos el traslado del material con nuestros coches.

Acaban de concederle el premio Portmany de Sant Antoni. Estará muy satisfecha del reconocimiento de su pueblo.
—Sí, cuando me llamó el alcalde para decírmelo le dije que lo que he hecho ha sido de corazón y me dijo que precisamente era por eso por lo que me lo daban.

¿Cómo recuerda sus inicios?
—El primer día de trabajo fui a tomarle la tensión a una paciente y estaba tan nerviosa que no escuchaba los latidos.

¿Cuál ha sido su mejor experiencia?
—Tengo muchos, pero recuerdo una guardia en la que nos llamaron que fuéramos a la playa de S’ Arenal porque un hombre le había dado un infarto cuando estaba pescando con su hijo. Estaba en la playa y había gente mirándonos al médico y a mí. Puse el monitor, le estábamos reanimando y vimos que el corazón empezó a latir. La gente empezó a aplaudirnos. Fue una alegría muy grande.

¿Y el momento más difícil?
—Un accidente de moto de un joven conocido en el pueblo. Cuando llegamos le hice las primeras curas, tenía un fuerte golpe en la cabeza, con el desprendimiento del hueso del parietal. Murió a los pocos días. Otro muy desagradable fue un accidente en la carretera entre Ibiza y Sant Antoni en el que una chica joven falleció degollada por el cristal delantero del coche. Todos los que estábamos allí quedamos muy impresionados.

Hay situaciones a las que uno no se acostumbra nunca.
—Que va! Yo me iba luego preocupada a casa y mi marido me decía que me traía el trabajo. A mí me afectaban estas situaciones.

Tendrá muchas anécdotas de su paso por urgencias y cómo han cambiado.
—Teníamos unas madrugadas muy movidas en Sant Antoni. Había mucho trabajo, de intoxicaciones etílicas, de drogas, venían muy mal y los sacábamos adelante. Recuerdo el caso de un conocido al que apuñalaron en el vientre y fue un momento difícil.

Pero usted dice que desde que era pequeña le gustaba la enfermería ¿Qué le aportó su profesión?
—Era mi vida, porque era mi vocación. Cuando salía adelante un paciente que estaba muy grave era una alegría muy grande. Una noche vino un chico que se había caído por un acantilado y se había reventado el bazo. Era marroquí, estaba en coma, y venía un amigo suyo en la ambulancia. Le dije que rezáramos a Alá para que se salvara, y me preguntó si era musulmana. Le dije que no, pero que hay un único dios, que el suyo y el mío eran el mismo. El chico se salvó.

Veo que usted es muy religiosa, lleva un rosario.
—Sí, es mi fortaleza. No tenía miedo en el trabajo y hemos tenido casos difíciles, como cuando a una compañera la amenazó un paciente con una navaja.

Se jubiló en 2005 ¿Qué ha hecho desde entonces?
—Tengo mucho trabajo. Colaboro con Cáritas, Manos Unidas, con las Trinitarias. He trabajado mucho con la gente que estaba en la calle. Una vez que salía de la iglesia me abordó un chico para pedirme algo para comer, me puse a hablar con él y me contó que había venido a trabajar pero que no encontró nada y quería volver a la península. Me fui con el y le pagué el billete de barco.

¿Qué le dice su familia?
—De algunas cosas mi familia no sabía nada. No suelo contar estas cosas. El otro día me encontré con un inglés que estaba bebido e iba muy sucio. Estábamos cerca de Cáritas e intentamos quitarle la ropa y que se duchara, pero no hubo manera.

¿Nunca ha pensado en ser monja?
—Después de terminar los estudios me quedé con las monjas. Empecé de novicia con las Hijas de la Caridad y a la hora de hacer las votos empezaron a darme unos ataques. La impresión que tenía era de muerte inminente. Me llevaron a López Ibor, que entonces aún vivía, pero no veían nada y las monjas dijeron que me fuera a mi casa, a Barcelona, que esperara un tiempo para ver lo que pasaba. Los ataques no se me pasaron hasta que nació mi hijo.

¿Eran ataques epilépticos?
—No, el corazón se me ponía a cien y después descubrí que era ansiedad. Lo he consultado después porque me reconcomía la idea de que quería ser monja pero no he podido. Quería irme a las misiones, lo he hablado con varios sacerdotes y me dicen que me olvide, que Dios no quería que fuera por ese camino. Ahora soy trinitaria laica. Sor Damiana formó a un grupo de trinitarias laicas de Sant Antoni, que colaboramos con el colegio.

¿Y de la sanidad ya está totalmente apartada?
—Ayudo a tranquilizar a la gente. Es fundamental la parte psíquica o espiritual. El 50% de la curación del enfermo depende su ánimo, de tener la moral alta, y depende quien lo cuide, que le transmita ese ánimo y eso está demostrado.