El faro de Sa Conillera situado en el archipiélago del mismo nombre, marca junto al de San Antonio de Alicante, el paso entre la Península y Eivissa. Proyectado por Emili Pou, las obras comenzaron en 1855 y se inauguró el 19 de noviembre de 1857 con una óptica fabricada por la casa Henry Lepaute, de segundo orden, que permitía hacer eclipses y destellos prolongados de minuto en minuto, y una linterna de 3 metros de diámetro. Su primera fuente de iluminación fue una lámpara moderadora de resorte para aceite de oliva que más tarde, como en el resto de faros de la Península y de Balears, se sustituyó para adaptarse al empleo de parafina y petróleo como combustibles. Posteriormente, en el año 1928 se cambió el sistema óptico, acoplando un nuevo juego de lentes giratorias sobre flotador de mercurio, que permitían llevar a cabo grupos de 4 destellos.

Al principio la planta del edificio planta fue circular, pero más tarde se añadieron dos pabellones como ampliación de las viviendas de los torreros. No en vano, durante su mejor época el faro tenía un servicio con dos funcionarios que vivían en el islote y que accedían al puesto mediante subasta, con el requisito imprescindible de vivir en Sant Antoni, y con un sueldo de 3.000 pesetas anuales.

Aquí es donde comienza la historia de José Prats Torres, un torrero de leyenda. Nacido en Sant Antoni en torno a 1860, este hombre «alto, fuerte, muy amigo de sus amigos, y de pocas palabras pero trato afable y sincero», fue un adelantado a su tiempo. De familia humilde, con parentesco con los impulsores del Cine Torres de la localidad, sabía leer y escribir y se convirtió en funcionario de categoría 2, algo no muy común en la época.

Sin embargo, no se sabe con exactitud cuando empezó a trabajar en el faro ni cuanto tiempo pasó allí, aunque según su familia pudieron pasar más de 20 años. Sus primeras referencias a su presencia en la isla se remontan al 1 de julio de 1901, cuando comienza a escribir en el libro personal del torrero, que aún conservan como un tesoro sus nietas Leónica y María Prats Bella. Y posteriormente, todos los meses, hasta 1922, detalló con tremenda pulcritud y puntualidad todos lo ocurrido.

Según explican sus nietas, las gemelas propietarias de la tienda de Bordados Roig en Sant Antoni, la vida en el islote no resultaba sencilla y trabajar de farero «tenía que ser muy vocacional». Cada quince días se turnaba con su compañero, y sólo se podía llegar a la isla con una pequeña embarcación y luego, en tierra firme, aún no existía el camino que siguiendo un torrente se construyó para comunicar el faro con el embarcadero de Sa Salvadora. Es más, según aseguran sus familiares «los torreros tenían que subir a pulso o con la ayuda de los burros, el combustible de la linterna y las provisiones hasta la torre».

Además, ambas afirman que el trabajo también incluía «estar siempre pendiente, tanto de día o de noche, para que nada fallara en el faro, salir a socorrer a los que estaban en riesgo de naufragio e, incluso perseguir a todos aquellos que ya empezaban a esconder el contrabando entre las múltiples cuevas que hay en el islote». «Es una pena pero creo que ningún niño o adolescente actual podrán valorar nunca la importancia que tenía un torrero en la vida diaria de un lugar como Eivissa y es que había que ser de una pasta especial para trabajar como mi abuelo», comenta Leónida.

Apoyo de su mujer

Afortunadamente, José Prats Torres contó siempre con el apoyo incondicional de su mujer, Catalina Ferrer. No en vano, ella le acompañó largas temporadas en el faro junto a sus hijos Pepe, Vicente, Francisca, María y Antonio. «Ella le comprendió, le quiso mucho y le ayudó en todo lo que pudo porque vivir allí era muy complicado, los víveres como el arroz, el aceite, el azúcar o la harina sólo llegaban si el tiempo lo permitía, tenían que coger el agua de una cisterna, o cazar, pescar o cultivar productos de la huerta para sobrevivir», aseguran.

En este sentido, ambas aseguran que el matrimonio se desvivía tanto por sus hijos como por los de su compañero. «Nos han contado que mi abuelo por el día enseñaba sus trucos de caza, pesca o huerta y que por la noche siempre sacaba un hueco para dar clase de lectura a la luz de un candil y que mi abuela, enseñaba a cocinar, coser y bordar porque provenía de una familia de modistos muy conocida en Eivissa».

Y así fueron pasando los años hasta que en 1922, año en el que se recogen los últimos escritos en el libro de actas del faro, José se jubiló. A su regreso definitivo a Sant Antoni el matrimonio se instaló en lo que actualmente se conoce en la calle Es Carreró de Can Roig, en la vivienda que ahora es Bordados Can Roig, y pudieron vivir de manera más o menos holgada gracias la pensión que él tenía por sus años en activo.

Mientras, sus dos hijos mayores, Pepe, nacido en 1900, y Vicente, en 1902, decidieron marcharse a Cuba en busca de fortuna y a los dos les fue relativamente bien, ya que mientras el mayor fundó una boyante empresa de construcción el pequeño se intentó ganar la vida como carpintero. Aún así pudieron regresar a tiempo para ver a su padre antes de morir. Desgraciadamente, el fatal desenlace le llegó a este farero de leyenda «sin apenas tiempo para poder disfrutar de la reforma del aparato óptico del faro de su corazón que se llevó a cabo en 1928».