Imagen del hotel Piscis Park, donde se han producido ya varios incidentes por culpa del 'balconing'.

Cuando a una arandina afincada en Ibiza desde hace más de una década prodigiosa, y enamorada hasta la médula de este pedazo de tierra, le da por montar una agencia de comunicación en la isla, no podía hacerlo desde una atalaya mejor y más metafórica que la Calle Murcia. La elección fue casual, o causal. Sea como fuere, este apelativo, el de murciana, muy digno y fértil, y aquel que nos otorgan los autóctonos a los forasteros que transitamos por sus calas, playas y plazas desde hace décadas, servirá a una servidora para escribir desde hoy la crónica de la semana desde su propia calle: Murcia 23, en la que cada mañana alumbro los temas que nacen en Imam Comunicación.

En aquella época en la que los niños saltábamos de trampolines de hasta cinco metros en las piscinas municipales del pueblo, hacíamos viajes de diez horas en coche sin cinturón de seguridad y adormecidos por el humo de los “Ducados” paternos, íbamos en bicicleta y patinábamos sin protecciones ni casco y jugábamos en parques cuyo suelo de piedras nos dejaban interesantes recuerdos en las rodillas, nuestras madres siempre entonaban una frase: “Y si Pepito se tira por un puente, ¿tú te tiras detrás?”. Aquellos eran otros tiempos; no digo que mejores, sino simplemente distintos. Nuestros profesores tenían autorización familiar para darnos collejas, jugábamos sin miedo en la calle hasta que nuestras madres nos gritaban desde la ventana el toque de queda, y un balón y veinte duros eran nuestros tesoros. Carecíamos de teléfonos, veraneábamos en campings donde los veranos eran eternos y los helados inmensos, y éramos inmortales.

Después, cuando crecimos, seguimos oliendo a vida fresca, a colonias Chispas y a champú Johnson. Volvíamos a casa en grupo sin que nuestros progenitores viniesen a recogernos, quedábamos en el reloj de la plaza sin necesidad alguna de mandarnos mensajes de móvil para saber dónde estábamos y hablábamos con los chicos cara a cara por temor a que al otro lado del teléfono contestasen sus madres. Los estilismos variaban gracias a los trapos prestados por amigas o hermanas y nuestro raquítico armario tenía espacio para sueños y modelitos recortados de alguna estrella de la Superpop. No voy a decir que fuésemos más felices, porque desconozco el estado de ánimo de las nuevas generaciones, pero sí que afirmo que nuestra infancia duraba hasta donde tocaba, rozando los dedos de una inocencia latente hasta pasados los veinte. Siempre ha habido de todo en este mundo del Señor, casos y casos, pero nuestro poder adquisitivo nos impedía viajar a otros países, alojarnos en establecimientos con estrellas, embriagarnos de alcohol y de otras sustancias más nocivas si cabe cada día, o hacer de los porros nuestra bienvenida y despedida al sol. Algunos estudiamos una carrera, salimos de casa para apreciarla más y no regresamos nunca al bozal de nuestras ambiciones.

Muchos escuchamos seriamente a nuestras madres y le respondimos que no, que si ‘Pepito’ nos instaba a tirarnos por un puente no le haríamos ni caso. La realidad es que no teníamos amigos ‘Pepito’ tan tontos como para poner sus vidas en peligro y lanzarse desde ventanas a piscinas o terrazas contiguas. Leímos con interés que no debíamos imitar a Supermán ni a los largartos de “V” y nos limitamos a beber calimocho con los pies anclados en el suelo.

Noticias sobre ‘balconing’

Desde que ejerzo como periodista en Ibiza he escrito multitud de noticias empapadas con pena, incomprensión y empatía hacia quienes pierden a alguien lleno de vida por una acción tan estúpida como el apodado ‘balconing’. Durante las temporadas, entre cuatro y once chicos de visita en nuestra isla se despiden sin pensar en que ese salto es el último y sin medir las consecuencias de sus actos. Hay crónicas que no querríamos alumbrar nunca más por estúpidas, incomprensibles y surrealistas.

A fecha de hoy, y en lo que llevamos de 2015, son ya dos los jóvenes que no leerán este artículo ni volverán a escuchar con tedio los sermones de sus madres. Tal vez un anuncio divertido, irónico, vestido de humor negro y destinado a hacerles ver que es tan ridículo perder la vida por algo así empapelando los hoteles en los que se alojan, o sirviéndoles de cuadro en el baño, serviría para evitar esta lacra. “No saltes, cielo, manda a freír espárragos a ‘Peter’, vuelve y recuerda lo maravillosa que es esa isla blanca. Sal de casa con la sonrisa puesta y, sobre todo, regresa con ella”.