David Beckham, uno de los escasos cabos sueltos degotha
futbolístico, concentró los focos mediáticos del 2003 con su
fichaje por el Real Madrid. En este caso la dimensión social del
fenómeno Beckham es muy superior a la deportiva. El empeño de
Florentino Pérez en construir un equipo irrepetible alcanzó su
cumbre mercadotécnica con el jugador inglés, un icono publicitario
y comercial único, un Midas de estética ambigua rodeado de
guardaespaldas y asediado por la prensa del corazón.
El Real Madrid fijó el objetivo mediado el curso y se atuvo
estrictamente al guión: futbolista con escasa motivación en su
club, enfrentado sin remedio al entrenador y desmentidos tajantes
del comprador potencial, en esta ocasión incluso con evocaciones
bíblicas. Pérez negó a finales de abril tres veces a una emisora
británica el menor interés por el jugador. Horas después su
director deportivo se pronunció con similar vehemencia. Semanas
después el inglés era presentado.
La escenografía de las operaciones Zidane y Ronaldo se repitió.
David Beckham se puso un día de repente «a tiro», según el club,
que cobró la pieza por un precio razonable. El fichaje inauguró el
foro periodístico. Beckham, en efecto, introducía un cierto grado
de sofisticación en el entramado galáctico, permitía penetrar con
ventaja en mercados resistentes y revolucionaba la venta de
productos con el logotipo del club. Pero ¿y como futbolista?
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