Reconozco de entrada que, en principio, no soy muy partidario de las adaptaciones ibicencas que Armin Heinemann está realizando de populares óperas; aunque comprendo su loable intención de facilitar así el nacimiento de una afición por el bel canto en una isla casi virgen en este terreno artístico. Primero fue con dos grandes títulos de Verdi: La Traviata de Ibiza y El Rigoletto eivissenc; y ahora con uno de los grandes títulos de Puccini, reconvertida para la ocasión en La Bohème de la isla, estrenada el pasado miércoles en el Palau de Congressos de Santa Eulària, donde repite función hoy viernes (21,00 horas) y el domingo 13 (19,00 horas).

Parecía que con las dos primeras, el entusiasta escenógrafo, diseñador y arquitecto alemán había ya pagado su 'peaje' de ibicenquidad; y que seguiría ya con montajes literales del gran repertorio lírico internacional. Así llegó a reconocérmelo el pasado año. Pero luego se dio cuenta de que era, precisamente, en La Bohème cuando estaría más justificada la adaptación; en concreto a una etapa que Armin conoce muy bien, la Ibiza hippy de los primeros 70, pues es cuando llegó a la isla y se prendó de ella con armas y bagajes. Aquellos años irrepetibles de amor libre, transgresión a las normas convencionales, drogas, contracultura y libertad son un caramelo para la nostalgia que no para de crecer. De ahí el éxito de esas parodias de lo hippy en esas fiestas Flower Power que tanto gustan.

A la tercera, la vencida

Efectivamente, creo que ha sido en el tercer intento cuando Heinemann ha dado en el clavo de sus adaptaciones ibicencas. Acaso, porque conoce muy bien y de primera mano la estética y la ética de aquella época. De ahí que la puesta en escena me pareciera más auténtica y convincente que en las anteriores ocasiones, aunque siempre mantuvo alta la exigencia de rigor y buen hacer. Con la incorporación, además, de nuevos elementos que enriquecieron la armonía del conjunto, como el acierto de la pantalla al fondo del escenario sobre la que se iban proyectando con luces led imágenes artísticas, fijas o en movimiento, de un cierto gusto onírico y expresionista.

En cuanto a lo principal de una ópera, la parte musical, también ha mejorado respecto a las dos entregas anteriores. Magnífico trabajo el del director musical, el pianista alemán Bendix Dethleffesen, cargando sobre sus hábiles manos todo el peso de la rica partitura de Puccini para que las voces se sintieran cómodas y dieran lo mejor de sí. Que fue bastante; y en este punto he de reconocer aquí la asesoría técnica, digamos, de mi experta acompañante: mi querida sobrina Lucía, soprano de hermosa voz y exigente gusto, que elogío el buen trabajo que hicieron las dos sopranos protagonistas: Nelly Palmer (Mimí) y Jane Harrington (Musetta), así como las voces masculinas; en especial, la del tenor Rafael Vázquez Sanchís (Rodolfo), hermosa, bien timbrada y de una potencia notable.

Buen hacer y entrega extensible a todo el amplio elenco de figurantes y bailarines; así como al gran colaborador de Heinemann, Stuart Rudnick, siempre tan eficaz, aunque se mueva en la sombra. En conjunto, un resultado bien meritorio, como así lo reconoció el público con sus vehementes y seguidos aplausos.

Por lo tanto, no es de extrañar que Armin me confesara ayer: «Me ha dado mucha satisfacción porque vi al público bastante contento. Por lo tanto, estoy cogiendo el gusto a la ópera y pienso seguir». Aunque, preguntado si hacía alguna autocrítica, precisó: «Siempre hay que hacerla, porque las cosas nunca salen a la perfección. Pero creo que cada vez tengo más experiencia en esto, y sigo aprendiendo mucho. Sólo he hecho seis óperas y he empezado bastante tarde en este campo artístico. Hago lo mejor que puedo, con todo el amor y con una entrega completa; lo mismo que han hecho todos los artistas que han participado en un proyecto que me parece armonioso, vivo y nada aburrido».

Pues ánimo; y que no decaiga.

JULIO HERRANZ