«No vengas aquí» es una campaña de promoción turística de la organización turística holandesa dirigida a jóvenes británicos: «si buscas una noche loca en Ámsterdam, stay away». No vengas aquí. Es el último y desesperado llamamiento para controlar unos flujos turísticos que han desbordado las previsiones. Las autoridades municipales ya habían cerrado cientos de ventanas en los sex shops del «Distrito rojo», limitado los horarios de cafés y burdeles y prohibido fumar marihuana en el centro de la ciudad. Previamente el gobierno había limitado el número de vuelos en Schiphol -decisión refrendada por la justicia-. La última decisión ha sido la prohibición total de cruceros, marítimos y fluviales en el puerto de la ciudad, que es el tercero as grande de Europa. Ámsterdam recibe unos 20 millones de visitantes al año.

Son soluciones radicales que buscan el decrecimiento. El exceso de turismo ya era un problema en muchos lugares en los años previos a la pandemia, durante la que se recuperó la tranquilidad, pero ha regresado por la «fiebre viajera» favorecida por la abundancia de vuelos de bajo coste-aunque los precios hayan aumentado-, una buena red de ferrocarriles en Europa que conectan los grandes centros de población con las ciudades más bonitas, la disponibilidad de los atractivos turísticos durante todo el año y un aumento de la oferta de viviendas turísticas en el centro de las ciudades.

En algunas ciudades como Venecia, Barcelona y Palma el problema se agrava por las oleadas de cruceristas que desembarcan, sacan fotos y regresan a comer a su barco. Aquí, a la respuesta ciudadana se la ha denominado turismofobia, palabra que no se usa en el resto de Europa, confundiendo un inexistente odio al turista con la animadversión hacia los inconvenientes que provocan el exceso de los mismos, pues las ciudades que más turistas atraen son las que ya están sobrecargadas y los centros de esas ciudades, ya saturados, es donde se concentran los turistas.
Parece que hay consenso sobre el problema, pero no sobre la solución. Las propuestas han sido abundantes. La redistribución fuera del centro que han aplicado o intentado aplicar en diversos lugares funciona aparentemente, pero todos los turistas que van a Barcelona quieren ver la Sagrada Familia, o la torre Eiffel los que van a París, y resulta que los atractivos más importantes están en el centro de las ciudades. A veces da la impresión de que redistribuir termina siendo una excusa para seguir creciendo. La manera más sencilla y aceptada en casi todo el mundo para mejorar la situación, aunque controvertida en España, es la aplicación de tasas que tienen que pagar los visitantes, que suelen tener capacidad económica para ello, puesto que usan servicios públicos financiados con impuestos a la población local. El Partido Popular y Vox se muestran contrarios apoyando las posiciones de las patronales. Por supuesto este tipo de tasas deberían extenderse a todos los alojamientos. Nada impide que las tasas de pernoctación en viviendas de uso turístico puedan ser superiores a las de los hoteles. Las que se contratan a través de plataformas deberían ser fácilmente controlables. Resulta que las tasas, en sus modestos valores actuales, no son disuasorias y no hay autoridad dispuesta a gastar el capital político necesario para subirlas hasta el punto de disuasión.

Los nuevos Gobiernos regionales, que apuestan por mantener el crecimiento, en detrimento de la protección del medio ambiente, la han suprimido donde existía incipientemente, como es el caso de la Comunitat Valenciana. El resultado es que a medida que hagan falta mayores inversiones para el mantenimiento de playas, carreteras y otros servicios de gestión de bienes, en algunos casos escasos como el agua, los residentes tendrán que pagar aún más.

Es posible que los turistas que dejen de ir a Ámsterdam recalen en alguna de nuestras ciudades, reproduciendo aquí el problema que los holandeses tratan de resolver, y que los inútiles carteles de tourists go home vuelvan a desplegarse.