El protocolario discurso del Rey que marca el inicio de la legislatura ha permitido comprobar que sigue instalado en las mismas coordenadas de siempre, acotado por unas ajustadas competencias constitucionales y ajeno a algunas de las cuestiones más candentes de la sociedad española.

El fondo y la anécdota. Las reglas de juego de 1978 han sido superadas, como ha quedado demostrado en la crisis institucional de estos meses. La Constitución necesita una revisión para hacer frente a los problemas de la España del siglo XXI. Ayer era un momento oportuno para que el Monarca sugiriera esta vía, que ya se puso sobre la mesa durante la última campaña electoral y con buena predisposición por parte de varios partidos políticos. Catalunya, el otro gran problema del Estado, necesita bastante más que las llamadas del jefe del Estado al «diálogo», la «ley» y los «tribunales». Insistir aún más en la «solidaridad de la nación» para impulsar la «cohesión social» significa no entender que la injusta financiación territorial ahoga, desde hace lustros, a territorios como Balears. Decir que la corrupción «tiene que llegar a ser un triste recuerdo» no debería interpretarse como olvidar el saqueo que padeció el país, y que los tribunales ventilarán aún durante años. También hay que decir que eventos como el de ayer son aprovechados por algunos grupos, en minoría en el Parlamento, para una sobreactuación, conscientes del eco mediático. Pero tan extemporáneas son las exhibiciones de republicanismo como los prolongados aplausos al Monarca en el hemiciclo, una dinámica que, además de anecdótica, desvía la atención sobre el fondo de una de las contadas intervenciones con contenido político del jefe del Estado.

Afrontar los problemas. Desde la cautela y dentro del marco de la Constitución, Felipe VI pudo plantear con rigor los auténticos y graves problemas de España, y animar a la clase política a su solución, porque muchos son la raíz del desencanto social y político. El país no está al margen de las grandes corrientes ideológicas que generan nuevas conciencias colectivas, un proceso imparable al que el Rey no debería dejar de dar respuesta.