Las cifras de las campañas de la Agencia Tributaria en Balears contra el fraude fiscal arrojan unas cifras espectaculares. Durante el pasado 2016 se ingresaron 323 millones de euros, un 9 por ciento respecto al ejercicio anterior y un 58 por ciento más que en 2011. La evolución deja claro que el margen en la detección de bolsas importantes de evasión al fiscal era muy amplio, como así atestiguan los datos, y confirma que con determinación política y medios es posible una aproximación al lema publicitario de que ‘Hacienda somos todos’. El éxito de las inspecciones de la Agencia Tributaria, sin embargo, debería llevar aparejada un revisión de las actuales cotas de presión tributaria que soportan las empresas y los ciudadanos.

Otra mentalidad. Los sucesivos ‘peinados’ fiscales que realiza la Agencia Tributaria, centrados ahora en las distintas modalidades de alquiler, no cabe duda de que acabarán imponiendo una nueva actitud ante el cumplimiento de los deberes fiscales en el conjunto de la sociedad española. Esta debería ser, en principio, la pretensión de estas campañas, más allá de los ingresos suplementarios que supone para las arcas públicas. Cumplir con las exigencias del fisco se incorpora, poco a poco, a la mecánica empresarial y de los ciudadanos; la picaresca fiscal –que siempre será irreductible– retrocede a la vista de la importante recaudación que se obtiene tras las inspecciones. Sin embargo, es preciso ofrecer contrapartidas.

Bajar los impuestos. El rescate de 323 millones de euros del fraude fiscal debería llevar aparejada una rebaja de la actual presión fiscal, un compromiso que siempre olvidan los políticos. Distribuir la carga fiscal debería suavizar el impacto de los tributos y, además, una mejora sustancial de los servicios públicos. Ambas premisas se incumplen de manera clamorosa. Es exigible cumplir con los deberes fiscales, pero también lo es que el Estado sea capaz de ofrecer prestaciones que cubran las exigencias de los ciudadanos. Y ahora no lo hace.