La imagen del pleno del Parlament, con los escaños vacíos de todos grupos de la oposición en el momento de la votación de la proclamación de la República de Catalunya, fue el fiel reflejo de un proceso que culmina de manera tortuosa e ilegal. El presidente de la Generalitat, Carles Puigdemont, es, sin duda, el primer y principal responsable de este caótico desafío al Estado que tiene un incierto futuro y que tiene como primera víctima la propia sociedad de Cataluña. Ante el gravísimo pronunciamiento catalán, el Gobierno –con un amplio aval parlamentario– ha reaccionado con contundencia cesando al presidente Puigdemont y todo su Govern, además de convocar para el próximo 21 de diciembre nuevas elecciones autonómicas.

Una salida al conflicto. Rajoy anuncia las elecciones que veinticuatro horas antes debía haber convocado Puigdemont, una decisión no exenta de riesgos, pero que coge con el pie cambiado al independentismo catalán. Las urnas, desde la más estricta legalidad, son la única y mejor vía de escape a toda la tensión acumulada en el conflicto catalán. Éste ha sido un análisis negado de manera obstinada desde la Generalitat, y sus socios, en una actitud consciente de que con los precedentes creados con el 1-0 puede esfumarse la ajustada ventaja que tienen frente a las fuerzas constitucionales en el Parlament.

Volver a la legalidad. Cataluña, sus instituciones, debe regresar a la legalidad constitucional –entre otras razones porque su proclamada república no cuenta con apoyos internacionales que la reconozcan como nuevo estado–, una tarea compleja que pondrá a prueba la habilidad del Gobierno. El cese de las autoridades de la Generalitat son el primer paso de un paquete de medidas que incluyen unos comicios. Todo indica que el presidente Mariano Rajoy ha optado, con acierto, por una intervención contundente y rápida en las instituciones catalanas para no prolongar el período de incertidumbre que ahora, necesariamente, queda abierto.