La bronca en el Congreso de los Diputados que puso el colofón al debate en el que se aprobó la enésima reforma de la ley de educación en nuestro país, la llamada ‘ley Celaá’, garantiza el escaso recorrido que tendrá. Mientras los grupos que apoyan al Gobierno aplaudían el nuevo texto, las formaciones conservadoras mostraban su rechazo golpeando los escaños al grito de ¡libertad! El poco edificante espectáculo confirma la sima que separa los bloques ideológicos, incapaces de encontrar un espacio mínimo de entendimiento en una cuestión tan esencial como es la educación. Entre las protestas cabe señalar el de los centros concertados, que también se oponen a un marco legislativo que consideran excesivamente intervencionista por parte de la Administración.

Enfrentamiento de modelos.
La ‘ley Celaá’ destila un claro apoyo a la enseñanza pública, algo que se pretende subordinando el papel de la enseñanza concertada. En esta estrategia, el Gobierno parece olvidar que su oferta educativa es insuficiente para atender toda la demanda existente. Los centros privados concertados son indispensables para garantizar el acceso universal a la enseñanza; un papel que se pretende defender como un mero sucursalismo respecto a la red pública. Esta premisa ideológica ha encendido los ánimos de los partidos conservadores, pero también de los afectados. En Balears, la demanda en los colegios concertados es altísima; circunstancia que confirma las preferencias de los padres.

Huir de las anécdotas.
Aún siendo discutible la oportunidad de suprimir el castellano como lengua vehicular en las comunidades con otro idioma oficial –el caso de Baleares–, lo nuclear del debate es que España afronta una nueva reforma educativa provisional, con fecha de caducidad en un cambio de mayorías. La estabilidad en un tema tan importante debería haber sido el principal objetivo de sus promotores. No se ha logrado.