Cada fin de semana se suceden nuevas muertes en accidentes de tráfico. No se trata de operaciones salida, de desgraciadas coincidencias, del mal estado de las carreteras o de las condiciones atmosféricas adversas, que pueden ser determinantes en otros siniestros. En estas ocasiones la edad, la hora, la velocidad y el estado del conductor son casi siempre constantes: jóvenes que regresan a casa de madrugada después de haber pasado toda la noche bebiendo. Y ahí está lo terrible de esta estadística que semana tras semana se va incrementando.

En otros países la legislación es mucho más severa a la hora de castigar a los conductores que en alguna ocasión han dado muestras de peligrosidad al volante, y la retirada inmediata y definitiva del carnet de conducir debería ser la más leve de las sanciones.

Pero no es sólo eso. En este problema concreto se entrelazan dos cuestiones que suelen tratarse por separado: el coche y el alcohol o las drogas. Y para tratar de atajar las tremendas consecuencias de los accidentes de fin de semana debería haberse planteado un tratamiento global. Las campañas de educación vial para niños son necesarias, aunque no son suficientes. Y es que estamos ante un problema que requiere un tratamiento aún más amplio.

Todo el mundo sabe que las borracheras de fin de semana se toleran, se consienten y casi hasta se ven con buenos ojos en nuestra sociedad, entre otras cosas porque sostienen un entramado empresarial y económico fabuloso "del que el Estado también se beneficia vía impuestos".

Por ello, no sólo es preciso que las medidas coactivas sean lo suficientemente duras para que tengan un efecto disuasorio, sino que además es necesario educar y mover a la reflexión a estos jóvenes para que no jueguen a la ruleta rusa, para que conduzcan sabiendo qué es lo que tienen en sus manos.