El procesamiento por parte de un juez federal argentino del general Jorge Rafael Videla como miembro de la asociación ilícita que llevó a cabo la conocida como «operación cóndor», pone de relieve dos cuestiones fundamentales. En primer lugar abunda en la corriente encaminada a no dejar sin castigo ningún crimen, por lejano que esté en el tiempo, y por muy alto que fuera el cargo que ocupara quien lo cometió. Y también proporciona una lección a tener muy en cuenta con vistas al futuro: la de que la opinión pública de las naciones no debe dejarse embaucar por aquellos que sistemáticamente niegan de forma sistemática e interesada la evidencia de que, en ocasiones, el poder político se excede y atropella brutalmente a los ciudadanos en sus derechos.

Quienes tengan edad suficiente para recordarlo, tendrán ahora presente que en la década de los 70 cuando alguien levantaba la voz "habitualmente intelectuales, políticos en la oposición, o simplemente demócratas" para denunciar las supuestas arbitrariedades y crímenes cometidos por los responsables de las dictaduras del Cono Sur americano, era irremediablemente tildado de «rojo», fantasioso e incluso paranoico. La hoy demostrada participación en la estrategia asesina de la «operación cóndor», de la CIA, o el FBI, contribuía no poco a esa política de acallar protestas que, como se está demostrando, eran del todo justificadas y no respondían a un quehacer sectario o de desprestigio de lo que entonces se conocía como el imperialismo yanqui.

Los mandatarios y altos oficiales de los ejércitos de Argentina, Chile, Bolivia, Paraguay, Brasil y Uruguay, que consintieron o participaron en el asesinato o desaparición de miles de personas bajo regímenes dictatoriales, eran criminales. Y justo es que hoy se les castigue en ese impulso por internacionalizar la justicia, del mismo modo que ellos se empeñaron en internacionalizar el delito. Eran criminales y como tales deben ser tratados, con independencia de la magistratura que llegaran a ocupar.