Si algo está poblando últimamente las páginas de los diarios y los informativos televisados y radiados es la irrupción, en distintos ámbitos de la vida, de los radicalismos. Una realidad nada grata que recuerda "salvando las distancias" a las circunstancias vividas en aquellos años treinta marcados por la crisis económica y el auge de los fascismos. Hoy el fascismo parece poco plausible en nuestro presente democrático y plural, pero sí resulta inquietante el aumento de comportamientos xenófobos, violentos y extremistas que se vienen produciendo en los últimos meses.

Si nos remitimos a la política, los franceses nos dieron un susto de muerte al colocar al ultraderechista, racista y antieuropeísta Jean Marie Le Pen disputando la Presidencia a la derecha tradicional. En Holanda un ecologista radical mató a tiros al líder de un partido insignificante cuyo programa consistía en denigrar la cultura islámica. El atentado no ha hecho sino glorificar a tan nefasta ideología, haciéndole ganar miles de votos.

Esta semana pasada, la localidad catalana de Premià de Mar vivía una manifestación y todo un alboroto popular contra el proyecto de la comunidad musulmana de construir allí una mezquita. En otro campo, el deportivo, la violencia no deja de crecer ante la pasividad de los clubes, que no se han molestado demasiado por controlar el fenómeno. La brutalidad de los ultras y sus consecuencias resultan cada vez más difíciles de evitar y obligan a adoptar medidas contundentes.

Todos ellos son ejemplos claros, clarísimos, de la ignorancia y la insensatez que nos dominan. Rechazar a otros por el color de la piel, por el dios al que rezan o por la camiseta de su equipo favorito no son sino muestras de una repugnante falta de sentido común que sólo la educación y la cultura pueden mitigar.