Cumplimos veinticinco años de las primeras elecciones democráticas después de la dictadura franquista. Una efeméride que conviene recordar porque en estos tiempos que corren nadie está a salvo de un intento de retorno al pasado "lo hemos visto en Francia, con Le Pen". Volver la vista atrás es siempre estimulante, aunque se corre el riesgo de caer en la nostalgia de un tiempo que fue emocionante, explosivo y muy activo políticamente porque era, precisamente, un momento de provisionalidad que serviría para sentar las bases del futuro democrático de España.

Una oportunidad única que permitiría ver cómo era nuestro país sin Franco, algo que apenas podía concebirse después de cuatro décadas "casi dos generaciones" de oscurantismo, represión y silencio. De pronto tener la posibilidad de acudir a las urnas con una papeleta libremente elegida en la mano era un acontecimiento histórico, algo tan natural hoy que la mayoría prefiere abstenerse. Regresaban los líderes de la izquierda olvidados en la clandestinidad desde los años treinta, se producían gestos simbólicos que suponían mucho más de lo que hoy podemos pensar.

De hecho, si esa transición fue posible, si nuestras libertades de hoy son una realidad, fue en parte por detalles casi anecdóticos como el que todo un Santiago Carrillo "los comunistas eran entonces el referente de la izquierda con un PSOE casi en pañales" aceptara la bandera rojigualda y la Monarquía constitucional, renunciando a los más altos símbolos de la República, que era el último gobierno democrático que el país había conocido. Se improvisó mucho, pero se impuso el sentido común y, sobre todo, el sentido del deber: de devolver a España al camino que se le arrebató por la fuerza de las armas.