La polémica reforma educativa sigue adelante ante la indignación de sindicatos, estudiantes y partidos de izquierdas, y el aplauso de otros colectivos afectados por los cambios, como los representantes de la enseñanza concertada. Si bien es cierto que el proyecto, aprobado ayer por el Consejo de Ministros, implanta la segregación de alumnos, digamos de primera y de segunda, hay que reconocer lo necesario de medidas que permitan a los estudiantes serios proseguir con su educación sin el lastre que suponen los jóvenes desinteresados. Tienen razón los sindicatos en exigir planes que consigan que esos alumnos rezagados se pongan en primera línea en vez de relegarlos. No obstante, en demasiadas ocasiones cualquier intento está condenado al fracaso y es injusto que paguen justos por pecadores.

Pese a ello, hay que optar siempre por la posibilidad de que esos chicos desganados recuperen la pasión por el aprendizaje "estimulando a los profesores para ello" y desarrollen al máximo su período escolar. De no ser así, se agravará la actual tendencia. Ante la tozudez del Gobierno de aprobar esta ley sin contar con el deseado consenso, los sindicatos "que consideran este proyecto «privatizador, elitista y segregador»" anuncian ya un «otoño caliente» que en nada beneficia a la comunidad educativa.

Sin embargo, hay aspectos muy positivos en el proyecto de ley, como la gratuidad de la educación infantil, de tres a seis años. El Estado ha tardado demasiado, pero al fin ha dado el primer paso. Y lo más importante: la voluntad de impulsar la reforma educativa. Podrán discutirse algunos puntos, pero ni el Gobierno ni la sociedad pueden permanecer más tiempo de brazos cruzados viendo el continuo deterioro de la enseñanza en este país.