La entrada en vigor de la tercera reforma de la Ley de Extranjería en España (aprobada en su día en el Congreso de los Diputados con los votos de PP, PSOE y Coalición Canaria) no está exenta de polémica, especialmente por la obligación que impone a las compañías aéreas o marítimas de comunicar a las autoridades la identidad de los inmigrantes que viajan como turistas a España, pero que luego no regresan. Esto evidencia, entre otras cosas, la ineficacia de los mecanismos de control existentes hasta el momento y, además, supone el reconocimiento de la incapacidad del Estado para hacer frente al problema sin contar con la colaboración de las empresas de transporte de viajeros. Del mismo modo, permite el acceso de la policía a los datos del padrón, que puede convertirse en una especie de «lista negra» que haga que muchos renuncien al derecho que éste les da a recibir asistencia médica o educación, y eso es algo que debería ser revisado.

Bien es cierto que ésta no es la única novedad y, entre otros cambios, se establece un visado con una validez de tres meses para que los inmigrantes puedan buscar, durante este tiempo, trabajo en España. Al mismo tiempo, se refuerzan las medidas policiales para luchar contra las mafias responsables del tráfico ilegal de personas.

Es evidente que deben establecerse límites y mecanismos de control eficaces para evitar que la inmigración se convierta en una fuente de marginación, de miseria y, por ende, en un caldo de cultivo de la delincuencia.

Al mismo tiempo que deben respetarse los derechos básicos de todos los que acceden a nuestro país, deben fijarse los mecanismos para que la convivencia se desarrolle sin problemas y existan mecanismos que permitan que los inmigrantes, de forma regulada, vivan aquí en unas condiciones dignas.