Para los libros de historia ha quedado aquella foto que se hicieron en las Islas Azores tres mandatarios que formalizaban la primera entrega de una guerra cruenta, que todavía ofrece terribles coletazos de terror y de incierto final: el líder mundial, George Bush, presidente de Estados Unidos; su aliado natural en Europa, Tony Blair, primer ministro británico, y un tercer invitado que poco tenía que ver con los dos, José María Aznar, presidente del Gobierno español.

Aznar quiso pasar a la historia y en ella está, después de que su partido quedara barrido por las urnas en aquellos difíciles días de marzo. Hoy su lugar en el Palacio de la Moncloa lo ocupa otro político, José Luis Rodríguez Zapatero, un casi recién llegado a la política que pretende devolver a España el papel que de forma lógica le corresponde. España, aferrándose a antiguas diferencias con Francia, no puede estar al margen de las decisiones de la nueva Unión Europea, ni pretender liderar un grupo contra París-Berlín, como intentó Aznar con el apoyo de EE UU. España debe jugar su papel en el Viejo Continente y entenderse con Francia y Alemania, sin olvidarse de que todos los países se mueven por sus propios intereses y casi nunca por razones altruistas. Pero aun así, el sitio natural de España es Europa. Ello, no obstante, no debe significar un enfrentamiento político con Estados Unidos. No comprender y valorar la enorme potencia que es sería un tremendo error.

En esta línea europeísta parece estar concentrado Zapatero, y de ahí que estos días circule en la prensa nacional otra fotografía tal vez histórica: la de tres líderes, igualmente, con otras ambiciones muy distintas a una guerra.

Jacques Chirac, presidente de Francia; Gerhard Schröder, canciller alemán, y José Luis Rodríguez Zapatero, presidente del Gobierno español, posaban en La Moncloa para ofrecer al mundo una imagen que decía algo distinto, algo nuevo: Europa aspira a seguir unida y aspira a tener su propio papel en el mundo.