Ya está el nuevo Estatut d'Autonomia de Catalunya en capilla. Ante la sorpresa de muchos, los tres ponentes catalanes encargados de «vender» este controvertido producto ante los diputados sentados en el Congreso lanzaron a la nación un discurso repleto de seny, conciliador y sentimental, al que José Luis Rodríguez Zapatero respondió con madurez y cortesía y Mariano Rajoy, con el tono apocalíptico que tanto le gusta emplear a su partido cuando se trata el tema territorial. Pero vayamos por partes. La reforma estatutaria tiene dos componentes fundamentales: uno, el reconocimiento de Catalunya como nación; y dos, una mejora sustancial de la financiación de esta Comunitat. El primero de ellos, a día de hoy, es una referencia puramente sentimental, más para satisfacer a los corazones nacionalistas que para dañar a nadie. Otra cuestión bien distinta es la financiación, donde verdaderamente la actual redacción del Estatut afecta a un sistema de solidaridad entre regiones que se ha sostenido durante casi treinta años con no pocas tiranteces.

La tramitación parlamentaria del texto tendrá que suavizar, seguramente, ambos supuestos. Uno para contentar a esa minoría mayoritaria que representa el Partido Popular y una buena parte de los socialistas, que únicamente admiten la nacionalidad española. Y el otro, porque una enorme proporción del territorio español sobrevive gracias a las aportaciones de unos pocos, entre ellos Catalunya y Balears. Aunque se garantice la continuidad de la solidaridad, el difícil equilibrio actual quedaría tocado. Por lo demás, hay que reconocer que todas y cada una de las aspiraciones de los catalanes son legítimas y, además, «importables» a comunidades como la nuestra, que también sufren discriminaciones en su financiación autonómica. El modelo actual del Estado de las Autonomías ha sido muy positivo, pero es perfeccionable. Han pasado ya muchos años y ahora es el momento de avanzar hacia un nuevo modelo más respetuoso y generoso con aquellas comunidades que tengan una identidad nacional distinta y con aquéllas que no tengan ninguna reivindicación en este sentido, sin que ello signifique poner en peligro la unidad del Estado.