En la recientemente celebrada Conferencia Ciudadanos de la Tierra se habló de la necesidad de transformar el actual Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente en una auténtica ONU, más eficaz y de mayor influencia. Se trataría de una organización que agruparía en un solo organismo a las 18 agencias mundiales que abordan los problemas del medio ambiente, y coordinaría los casi 400 acuerdos multilaterales hoy existentes. El presidente francés, Jacques Chirac, anfitrión de la Conferencia, se convirtió en el principal impulsor de la idea, convencido de que es urgente ponerse manos a la obra, admitido que nos hallamos al límite de lo irreversible. A buen seguro la convicción de Chirac es compartida por muchos ciudadanos de la Tierra. Desde una perspectiva histórica, por tanto en un período relativamente corto de tiempo, el 50% del paisaje terrestre ha sido transformado por el hombre; cada año la población mundial aumenta en 70 millones; desde 1960, el uso de plaguicidas se ha cuadruplicado; unos 13 millones de hectáreas de bosque desaparecen anualmente; el 50% de las especies conocidas podría también desaparecer antes del final de este siglo; el aumento de la temperatura media de la Tierra, la desertización y las pérdidas por los efectos del cambiante clima alcanzan proporciones alarmantes. Semejante panorama no por sobradamente conocido resulta menos inquietante. Actuar cuanto antes al respecto se está convirtiendo en un imperativo que va más allá de las quejas de los ciudadanos, o de las reclamaciones en ocasiones exaltadas del ecologismo más radical. Se requiere una acción política y administrativa que, sin lesionar los derechos de los más pobres, sepa conjugarlos con las exigencias de un crecimiento mundial razonable. En el caso de llegar a tener entidad propia, tal vez la ONU del medio ambiente consiga que los ciudadanos que poblamos el planeta comprendamos que el derecho a un medio ambiente no tan agredido como lo es hoy debe inscribirse definitivamente entre los derechos humanos.