Llegó al poder hace un año a ritmo de un pegadizo «yes, we can». Desde enero pasado ocupa la Casa Blanca, residencia de la persona más poderosa del planeta. Su popularidad ha caído algo en estos meses, es lógico, pero aún se mantiene en un honroso aprobado. De Barack Obama se esperaba mucho, quizá demasiado para cualquiera que no tenga poderes sobrenaturales. Y ni siquiera lleva un año dirigiendo los destinos de su país y, en cierto modo, también del mundo.

Por eso hacer una crítica demasiado sangrienta de su mandato resulta absurdo a estas alturas, porque todavía está dando sus primeros pasos. La historia necesita su tiempo para juzgar a los gobernantes.

Sí ha logrado algo Obama en este tiempo y no es poca cosa. Primero, destronar a George Bush, que consiguió unir prácticamente a todo el planeta en su contra. Segundo, algunos intentos valientes para cambiar las cosas en Estados Unidos y la relación de este país con el mundo: la promesa de cerrar Guantánamo y sus vergonzosos métodos; la cruzada a favor de una sanidad pública digna y universal; devolver a primer plano la política exterior basada en el diálogo y el respeto; promover el desarme nuclear mundial... y tal vez lo más importante e intangible: ha devuelto a una gran parte de la población estadounidense el orgullo de ser afrocamericano y saber que cualquier meta es alcanzable.

No lo ha tenido fácil al llegar al poder en medio de una de las crisis económicas más difíciles que se recuerdan. Su papel en este asunto ha sido también decidido y si en algo ha destacado ha sido en su crítica acertada y afilada hacia quienes han convertido el mundo financiero en un coto para la codicia desmedida.