Entre lo mucho que aprendí de mi padre Rober fue no ser conformista. El no darme por vencido si algo no me gusta o no me parece justo. El hacer todo lo posible y aportar mi granito de arena por cambiarlo y que, por lo menos, me pueda mirar con cierto respeto al espejo cada mañana. Saber que aunque no llego a la suela de los zapatos de esos luchadores anónimos a los que nunca se les hará el monumento que merecen, yo puedo aportar una frase o un texto para dar a conocer aquello que me parece injusto o para intentar dejar un mundo mejor y más amable a los que vienen detrás de nosotros. Es, simplemente, ser conscientes de aprovechar la ventaja de que en nuestro país podamos ejercer el derecho al pataleo, a la queja o a la protesta.

Da igual que se trate del drama que se vive en Sudán, donde la ONU denuncia el aumento cada vez mayor de la violencia contra las mujeres y las niñas, o de la situación que viven los más pequeños en países como Haití, Níger, Etiopía, Mozambique, Ucrania, República Democrática del Congo, Palestina o Somalia, donde sus derechos son vulnerados constantemente, o que en Ibiza no tengamos parques, playas o un transporte público en condiciones, o del aumento de la delincuencia o que las hijas de mis amigas no pueden volver a casa por la noche sin sentirse amenazadas. Da igual si cerca o lejos, los problemas y los dramas son los que son, y aunque hay a quien no le guste, todos somos iguales y por eso, a mí en la medida de mis posibilidades, no me van a encontrar de perfil.

También soy consciente de que es muy cómodo hacer una denuncia, una queja o un lamento desde esta silla de mi casa donde trabajo. De que es relativamente fácil hacerlo en un país como España donde podemos escribir sin que nadie nos censure, nos persiga o nos mate por dar nuestra opinión o por decir lo que nos parece justo por más que las redes sociales estén haciendo demasiado daño permitiendo ataques amparados en un perfil anónimo que más que fomentar la libertad de expresión fomenta la cobardía del quien se esconde sin ser capaz de dar la cara.

Vaya por delante que no me creo ni mucho menos un Ghandi, un Che Guevara, un Martin Luther King, una Madre Teresa de Calcuta, un Cuervo Ingenuo o ninguno de esos que no conocemos sus nombres… sino un tipo que pronto cumplirá 45 años con algunos defectos y más kilos de los que debiera. Solo soy un tipo con miedo a hacerse mayor, que ama los tebeos, los cantautores y conocer nuevos países, al que le encanta la cerveza bien fría en los chiringuitos mientras se apunta sin dudarlo a todo lo que tiene que ver con la risa, el buen rollo y la amistad, y que al mismo tiempo odia madrugar, el olor a sucio del que no se lava y cualquier tipo de maltrato. Un tipo cada vez menos pelirrojo al que no paran de salirle canas en la barba mientras sigue sin saber hinchar globos ni bailar un agarrado sin pisar a mi pareja y al que le sigue pudiendo la timidez cuando una chica le gusta de verdad.

En fin un tipo del montón por más que escriba en un periódico cada semana o hable en la radio cada día, pero al que le siguen emocionando viejas leyendas, escuchar el No pasarán o las historias de esos luchadores del ocaso que se partieron el pecho por hacer de este mundo algo mejor. Alguien que, aunque es consciente de no ser el mejor hombre, le cansa escuchar que todo va bien mientras le duelen los dramas de pateras y naufragios en los que miles de hombres y mujeres se dejan la vida intentando llegar al paraíso, de los que trabajan de sol a sol viendo como su sueldo no les llega a fin de mes o de los que no tienen para alimentar a sus familias o para pagar una vivienda digna. Alguien al que le preocupa seriamente comprobar que vivimos en un mundo cada vez más conformista, encerrados en nuestra propia burbuja por temor a que nos salpique lo que hay a nuestro alrededor.

Por todo ello no pretendo decirles que hacer, que pensar o que decidir. No soy quien para dar lecciones de nada sino alguien que pretende ser una humilde gota de agua en un océano. Un tipo con pendiente de coco y tatuajes que se sigue emocionando con las canciones de los que de verdad se jugaron la vida con una guitarra o con unos versos y que a pesar de los años y los fracasos sigue creyendo en la utopía de que otro mundo es posible. Tanto a nivel global como local, en lo lejano y en lo cercano, porque si un día dejamos de soñar despiertos y nos puede el cansancio y el conformismo sin ver más allá de lo que nos llevan nuestros pies, estaremos perdidos.