Tengo la impresión de que cada campaña electoral supera a la anterior en mentiras. El ámbito público queda atiborrado de mensajes confusos, hostiles, falsos, que intentan desprestigiar al enemigo más que defender al amigo. Una verdadera barahúnda de fanáticos hace análisis sectarios de los discursos, creando un ambiente insufrible. En estos días, cualquier disparate, cualquier fantasía, cualquier alucinación son presentados como ciertos. Hay pirados para defender cualquier cosa, sin limitaciones, sin control.

Yo no recuerdo haber descartado en el pasado tal cantidad de estupideces sectarias y abominables. Los candidatos de esta convocatoria son malos, pero no mucho más que los de antes. Sin embargo, los cuestionamientos rebosan fanatismo. Nadie se libra de estas agresiones sin fundamento, basadas en mentiras e invenciones. Como si con las verdades no hubiera suficiente. Es muy curioso escuchar a los candidatos tener que negar acusaciones por opiniones nunca expresadas.

Sin duda, este fenómeno tiene relación con la ampliación a toda la sociedad del derecho a exponer públicamente, de forma irrestricta, lo que se piensa, incluso sin base alguna, incluso cuando sea fruto de la más abyecta invención. Antes, estas opiniones locas, que siempre existieron, quedaban en la intimidad, hoy recorren el mundo; antes eran evidentemente rumores fuera de lugar, hoy son datos que circulan presentando el mismo aspecto y la misma apariencia que las verdades más contrastadas.
Sin duda, esta es una degradación de la vida pública, del debate democrático. Las mentiras ocupan el mismo lugar que las verdades. Bien presentadas, engañan a quienes necesitan demostrarse que sus desvaríos eran correctos. Lo vimos con las vacunas del Covid, por ejemplo.

La publicidad y el marketing, el manejo de las emociones en la audiencia, han reemplazado a la exposición sosegada de la ideología. «Que te vote Txapote» tiene más impacto que todo lo que ha hecho un político, bien o mal. Todo se basa en la frase, en su impacto emocional.
Algunos políticos más que otros han seguido esta estela lamentable. Se han mostrado en su salsa. Antes los hubiéramos crujido pero ahora pasan casi desapercibidos. Quienes pensábamos que el estallido de la oferta informativa iba a darnos armas para entender mejor el entorno nos equivocábamos: no se trata de datos, sino de lo que hacemos con ellos.

No defiendo para nada aplicar censuras, pero creo que vamos a necesitar algunos años para aprender a movernos en este estercolero. Esta campaña a mí me ha parecido la peor que recuerde. No obstante, tiene algo positivo a lo que debemos aferrarnos: la siguiente, ojalá que sea en cuatro años, nos hará añorar este verano demencial.