Una persona tomándose un momento de reflexión. | Imagen de Ri Butov en Pixabay

Es algo habitual. El presentador de un programa de televisión intenta contactar con la persona a la que tiene que entrevistar y, para comprobar la conexión, le pregunta: «¿Me escuchas?». Acto seguido, si todo va bien, el interrogado responde: «Sí, te escucho». Y los espectadores continúan como si nada, como si la situación que acabasen de presenciar no adoleciese de un terrible mal, el mismo que, de un tiempo a esta parte, se ha introducido en nuestra sociedad y, sin darnos cuenta, también en el interior de nuestras conciencias. Porque, a decir verdad, ninguno de los intervinientes en aquella breve conversación escucha al otro, sino que, simplemente, a través de su oído, percibe ciertos sonidos emanados de una boca ajena. Es decir, oye; pero no escucha.

Uno y otro no son sinónimos, ni siquiera conceptos similares. Oír es tan solo algo físico, involuntario, siempre que el ser humano en cuestión conserve intactas sus facultades auditivas. No requiere de esfuerzo alguno. Cualquiera puede tomar asiento y oír lo que dice el conferenciante, el comensal o el adversario. Lo único que se exige es la presencia, corporal o telemática. Así de simple.

Escuchar, sin embargo, es distinto. Se trata de una actitud consciente y deseada que implica, per se, respeto y consideración por el que habla, por su mensaje, por el esfuerzo que realiza para hacerse comprender. Quien escucha abandona por un momento su individualidad, la nota característica de estos tiempos, para adentrarse en el desconocido terreno de lo ajeno, por el que se demuestra interés.

El silencio, por tanto, es el estado natural de quien escucha. Un silencio exterior, como ocurre con el que oye, aunque también interior, sin pensamientos propios que, actuando a modo de barrera, impidan el acceso a las palabras ajenas. Y cómo no, sin preparativos intelectuales tendentes a la contestación inmediata, a la refutación de los argumentos del emisor nada más concluir su mensaje. Toda respuesta exige reflexión. Y la inmediatez es incompatible con ella.

Ernest Hemingway decía que «escuchar detenidamente te hace especial, pues casi nadie lo hace». Y, muy a nuestro pesar, estaba en lo cierto. Todos oyen, pero pocos escuchan. Lo vemos en el debate público, por llamarlo de alguna manera, y en otros muchos foros donde los presentes, al mismo tiempo, están y no están.

Lo peor es que se fomenta. Y la vertiginosidad por la que se caracteriza nuestro mundo actual no ayuda. Al revés. Todo va tan rápido que resulta imposible detenerse para contemplar el paisaje, para escuchar al prójimo y reflexionar, para sentarse y no hacer nada, lo cual, en verdad, implica hacer mucho, remover nuestros sesos acompañados del silencio y del murmullo del viento que se introduce por esa ventana a medio abrir.

Ocurre lo mismo con los conceptos de ver y mirar. Para el primero sólo hace falta un ojo, ni siquiera dos. Y a través de él podemos verlo todo, las montañas, los edificios o ese cuadro de Julio Romero de Torres que reposa tranquilo sobre la chimenea. Una breve pasada al lienzo, un selfi y a otra cosa. Museo visitado, museo visto. Pero mirar exige tiempo, minutos arrebatados a nuestra atropellada existencia. Pararse frente a La mujer morena y abandonarse a su figura, a los trazos que rodean su cuerpo, a la magia que emana de su rostro. La vida no se ve. Se mira, se contempla. Y quien no sea capaz de hacerlo, pobre de él.

Tal vez sea el momento de frenar, de aminorar el paso. Y, una vez disminuya la frecuencia de la resonancia de zapato y suelo, puede que seamos capaces de escuchar qué dice realmente quien pasea a nuestro lado, de sumergirnos en la belleza de una sonata o de apreciar el valor del silencio.

Dejemos de oír y comencemos a escuchar. Y miremos, aquí y allá, a ese árbol, a esa hoja, a esos ojos que, a su vez, si hay suerte, nos devolverán la mirada.