El movimiento feminista, desde hace muchos años, ha sido esencial para la construcción de una sociedad igualitaria. En un país como el nuestro, en el que las mujeres, tiempo atrás, estaban, en muchos casos, subordinadas al hombre, valientes feministas alzaron su voz y, renunciando a su seguridad, encabezaron una lucha cuyos frutos han tardado en ser recolectados. Pero, gracias a ellas, a su compromiso con la igualdad, sus hijas y nietas pueden disfrutar hoy de unos derechos que antaño eran inimaginables.

La Constitución, en su artículo 14, consagra el principio de igualdad formal, la igualdad de los ciudadanos ante la ley, y su artículo 9.2, la conocida como igualdad material, para cuya consecución se impone a los poderes públicos la obligación de promoverla de forma efectiva y de remover los obstáculos que impidan o dificulten su plenitud.

En las sucesivas marchas feministas, desde la Transición hasta la actualidad, decenas de pancartas han mostrado sus lemas. Algunos eran citas de filósofas renombradas, como Simone de Beauvoir, que decía aquello de «No se nace mujer, se llega a serlo». Y otros, simplemente frases que pretendían generar conciencia acerca de los peligros que, día tras día, afrontan las mujeres: «que ser mujer no nos cueste la vida» o «con ropa o sin ropa, mi cuerpo no se toca».

Aunque hay uno en particular que merece especial atención. Y más aun teniendo en cuenta el debate que existe acerca del aborto. «En mi cuerpo mando yo» o, muy similar, «mi cuerpo, mi decisión». Es decir, que, según ellas, la mujer, en tanto dueña de su cuerpo, debe gozar del derecho a decidir libremente sobre si aborta o no, sin que el Estado, mediante ley, pueda establecer límites basados en una supuesta colisión de derechos o en la imposición de una moralidad determinada.

Se trata de un punto de vista, a mi juicio respetable, como han de serlo todos aquellos que, aunque puedan no gustarnos o no encajar en nuestros cánones morales, han sido el producto de un proceso intelectual y, precisamente por ello, sus defensores son capaces de argumentar el porqué de su posición, con sus pros y sus contras.

El problema radica cuando determinadas posturas adolecen de contradicciones manifiestas que, sin embargo, se niegan de forma reiterada. A modo de ejemplo, no puede una persona erigirse en firme defensor de la democracia en un país, en el suyo, y, por el contrario, defender la pervivencia de un régimen autoritario en el vecino. La coherencia, aquí, brilla por su ausencia.

Y es que, a mi juicio, ocurre lo mismo con la tan debatida problemática de la prostitución, pues, dejando a un lado cuestiones morales (las mismas que utilizan los detractores del aborto para lograr su penalización), me resulta complejo entender cómo es posible que alguien pueda defender que la mujer sea dueña de su cuerpo para abortar (ella decide y ella manda, según las pancartas), pero que no lo sea para decidir libremente si se prostituye o no.

Si decide en un ámbito, debería poder decidir en el otro. Ya que, en caso contrario, se estaría otorgando al Estado, ese que restringe los derechos de la mujer en el aborto, facultades para restringirlos en otros supuestos. La mujer, por tanto, no sería libre y no mandaría en su cuerpo.

Cuestión distinta es la relativa a la explotación de la mujer por las redes de tráfico de personas, sancionada en el Código Penal, al igual que la conducta de aquel que se lucre explotando la prostitución de otro. Y digo que es claramente distinto porque aquí no hay libertad de la mujer, sino que ésta es explotada como si se tratase de un objeto.

Fuera de estos supuestos, los argumentos de quienes pretenden prohibir la prostitución son variados y, de entre ellos, destaca el consistente en afirmar que una mujer, si tuviera medios suficientes para subsistir, no se vería obligada a prostituirse. Pero, claro, olvidan los prohibicionistas que existen las llamadas «prostitutas de lujo», que cobran miles de euros, o simplemente que existen mujeres, al igual que también existen hombres, que voluntariamente optan por la prostitución como medio de vida. Y que nosotros, que preferimos dedicarnos a otros menesteres, no somos quienes para decir a los demás lo que deben o no deben hacer, sobre todo cuando, al hacerlo, no causan ningún daño a los demás.

Esto no es más que paternalismo, disimulado con ornamentos o con bonitas palabras. O incluso moralismo, el mismo que lleva a otros a reclamar la prohibición del aborto.

    Seamos, pues, coherentes, y si defendemos la libertad, hagámoslo en todos los ámbitos, no sólo en aquellos que nos convengan.