Si yo contase las veces que un político a quien haya entrevistado me habrá dicho «esto no lo pongas» o «esto quédatelo para ti», se asustarían. Yo mismo lo hago, aunque admito que cada vez me presto menos a ese compadreo indecente. No se trata de todos los políticos, pero sí de muchos; tanto de derechas como de izquierdas. A menudo los políticos actúan como actores interpretando un papel, como si fuese carnaval todo el año. Pero en privado, cuando uno está cara a cara con ellos, algunos, no todos, en un arranque de honestidad, tras interpretar el correspondiente monólogo, cuando les repreguntas, te dicen: «Mira, la verdad es esta…» y a continuación, te miran a los ojos como un cordero a punto de ser degollado y te sueltan: «pero esto no lo pongas». Y no lo he puesto.

Luego, pasado el tiempo, me he arrepentido, porque debí haber escrito punto por punto lo que me estaba diciendo, para que la ciudadanía sepa quién está al frente de la toma de decisiones, lo que se guardan para sí y el doble discurso que muy frecuentemente tienen. Recuerdo una vez que, tras entrevistar a un político que optaba a la reelección, al llegar a la redacción para transcribir la media hora de verborrea predecible, trufada de muletillas, pensé: «Este tío no está bien». Mientras tecleaba comprobé que no estaba mecanografiando lo que aquel me había dicho, porque no había por dónde cogerlo, sino lo que se suponía que me quería decir, aunque no era eso lo que salía por su boca. Me pregunté si la ciudadanía no tenía derecho a saber que aquel que optaba por revalidar su mandato, a quien yo estaba interrogando sobre asuntos de interés general, hacía aquello de «a dónde vas, manzanas traigo». Debí decirlo, pero me callé. Y ahora me arrepiento. Suerte que perdió las elecciones y dejó la política, porque todos sabíamos que estaba fatal y nadie lo dijo.