Ha pasado una semana y sigue siendo muy difícil de digerir. Les hablo de la imagen de Aylan Kurdi, el niño de la playa.

Debo confesar que en las primeras horas, tras la publicación de la cruda imagen captada en la costa de Bodrum , fui de los que pensé que todo quedaría en un impacto inicial en los informativos y en las portadas de algunos medios para después pasar página y desviar el foco hacia otro lado. Enfrascarse por ejemplo en un debate sobre la idoneidad o no de publicar la foto de un niño de 3 años yaciendo inerte donde debería estar jugando con la arena. Pensé que, como en ocasiones anteriores, todo quedaría en un sinfín de comentarios en las redes sociales de ciudadanos anónimos y no tan anónimos que al final se difuminarían en el tiempo. Pero hasta la foto de Aylan ya había llovido sobre mojado. Apenas cinco días antes habíamos contemplado la imagen de un refugiado vendiendo bolis en la calle con su hija de 4 años dormida como un saco sobre su hombro. Días después veíamos otra imagen de la desesperación. Un padre se aferraba a las vías del tren con su mujer y su bebé.

Son todas ellas imágenes de la desesperación que vive el pueblo sirio. Es el drama de un país que se desangra. La imagen de Aylan quizás sea la que ha abierto los ojos de par en par a Occidente pero como me dijo el doctor Nizar Mouaffak, por desgracia hay miles de Aylan Kurdi. Sensacionalismo o no, el caso es que la sucesión de imágenes ha removido los cimientos de la Vieja Europa y parece que los gobernantes están por la labor de buscar soluciones efectivas a la situación de los millones de refugiados que huyen de un país, Siria, que se desangra día a día desde hace ya cuatro años.