Mi marido es uno de esos pocos bichos raros que no tiene ni Facebook ni Twitter, ni Instagram, ni nada de nada. Pero, en parte, es una conducta admirable. Me gusta mucho observar a la gente, sobre todo en las ciudades, en el metro, por la calle, a través de los escaparates de bares y cafés. Sinceramente creo que la cosa se nos ha ido de las manos. Alguien morirá un día en un paso de cebra mientras cruza la calle contemplando la pantalla que lleva en la mano, si es que no ha ocurrido ya.

Nos hemos vuelto esclavos de una realidad virtual irreal, teórica e inexorablemente feliz. La gente sonríe como si la vida se le fuera en ello para un selfie y acto seguido la peor cara de velorio se apodera de su semblante mientras la foto se sube a la red. Hemos llegado a medir la vida en ‘me gustas’ sin grabar un sólo recuerdo en nuestras retinas. Las fotos turísticas siempre tienen que tener al protagonista delante poniendo la mejor cara de foto que ha podido... Perdona... ¿Te puedes mover? Quiero ver el Big Ben, gracias. Hace tiempo que tengo ganas de hacer una especie de ensayo fotográfico de gente haciéndose selfies, os juro que nos moriríamos de risa.

¿Y la vida? La vida es eso que no ponéis en Facebook, eso que pasa mientras tu miras tu teléfono compulsivamente y tu hijo juega con el triciclo, ese mismo artefacto que muchos de los niños actuales desconocen. Sí, a esto hemos llegado. Mi hijo fue al parque con el triciclo el domingo y al pasar una niña de unos 7 años le dijo a su padre «¡qué bici más rara!». La vorágine digital arrasó con la infancia que todos hemos conocido si hoy en día los niños no saben lo que es un triciclo.