Hay empeños cuyos reiterados fracasos acaban desfigurándolos convirtiéndolos en caricaturas; la pueril insistencia en hacer factible lo imposible acaba por convertir en tabarras tan molestas como inocuas los más ambiciosos proyectos. En el terreno político, olvidar lo del «arte de lo posible» hace que aspirar a lo imposible sea patrimonio exclusivo de politiquillos incapaces de percibir el límite meridiano entre realidad y deseo.

El pasado 18 de marzo venció el plazo de seis meses que se dio el actual Presidente de la Comunidad autónoma de Cataluña -una nonentity digna de estudio- para proclamar «l’independència». Llegó el día y la montaña no sólo no parió un ratón, sino que siguió tan virgen como antes; de no haber sido así, se hubiera tratado del tercer intento en algo menos de un siglo; conviene recordarlo.

El 14 de abril de 1931, a media tarde y muchísimo antes de completarse el escrutinio de las elecciones municipales, Lluís Companys apareció en el balcón del Ayuntamiento de Barcelona para proclamar la República española (?) e izar la bandera tricolor. Alrededor de una hora después y desde el mismo balcón en el que ya ondeaba la senyera catalana, Francesc Maciá se dirigió a la multitud para proclamar «L’Estat Català». A media tarde, volvió a apelar a la multitud para comunicar que había tomado posesión del Gobierno de Cataluña, asegurando que «d’aquí no ens trauran sino morts» (!). Tres días después, se llegó al acuerdo de renunciar a «L’Estat Català» a cambio del compromiso del Gobierno provisional de presentar en las futuras Cortes constituyentes un Estatuto de Autonomía; no hubo necesidad de sacarlos, ni vivos ni muertos: salieron, tan panchos, por su propio pie y … pelillos a la mar porque donde dije digo, digo Diego.

El segundo intento resultó todavía más chusco, puesto que apenas duró 24 horas. El 6 de octubre de 1934, Companys proclamó «l’Estat catalá dintre la República Federal espanyola», pero, ¡qué fatalidad!, al día siguiente, un simple batallón de artillería equipado con un modesto cañoncito puso fin al estado (de locura transitoria) catalán. Tres muertos y unos treinta heridos fue el resultado de una heroica resistencia que se caracterizó por optar por poner pies en polvorosa, que allí no había pasado nada, como efectivamente fue.

Con estos antecedentes ingloriosos, algunos politicastros de tres al cuarto que, por cierto, se cuentan entre los más corruptos del mundo occidental, han decidido mantener el proyecto independendista en la era de las entidades supranacionales; así, organizaron un referéndum sin censo y con urnas de cartón made in China del que posteriormente trataron de desvincularse vergonzosamente para tratar de evitar inhabilitaciones que han recurrido a tribunales de 1’Estat espanyol al que dicen no reconocer; ahora prometen la celebración de otro que, de ser impedido, conducirá a una «declaración unilateral de independencia». Hay que suponer que a estas alturas no se lo creen ni sus promotores, como lo demuestra el hecho de que ninguno de ellos quiera ordenarlo por escrito. Por su parte, un sedicente «Ministre d’Affers Exteriors» -que más dignamente se ganaría la vida rodando anuncios (catalanistas, eso sí) de Mr. Propper- ha recorrido medio mundo con la esperanza de que algún colega foráneo le recibiera e hiciera el esfuerzo de soportar su insoportable tabarra pero, tras un arduo peregrinaje en Business class por más de un centenar países, sólo ha conseguido que lo hiciera su colega … camboyano. Todo un éxito, aunque un poco caro, pero no tanto si se considera que paga l’Estat repudiat.

Decía Tarradellas que lo único que no se puede hacer en política es el ridículo. Los políticos catalanistas de la República lo hicieron hasta límites insospechados y hoy siguen haciéndolo los de la España autonómica.

Como se asevera al principio de este artículo, hay empeños cuyos reiterados fracasos acaban por convertirlos en ridículos, pero parece que sus promotores, como los viejos falangistas, resultan ser «inasequibles al desaliento». Ellos sabrán. Ya lo no les creen ni los suyos.