Tengo una docena de amigos gays. Siempre que han tenido algún problema del tipo que fuera he estado en primera línea, con ellos, porque para mí lo importante es que sean amigos y eso es lo que valoro, si son arcoíris me parece bien, y si les gustan las tías buenas, también. No miro ni juzgo a la gente por sus gustos sexuales (siempre que no conculquen el Código Penal). A estos amigos, especialmente cuando vienen desaforados a Madrid, les he acompañado a bares de osos o a clubes como el Strong, al Black&White, al Eagles, he estado un rato con ellos en la barra hasta que tomaban la dirección del cuarto oscuro, entonces un servidor de ustedes se largaba. Recuerdo hasta haber ganado un concurso de baile en el Querelle de Palma, el premio fue una bandeja. Y dicho lo anterior, estoy completamente en desacuerdo con las exaltaciones de casi todo, excepción hecha de las exaltaciones gastronómicas, como la fiesta del marisco en O Grove o la del pulpo en Carballiño. Es penosísima aquella escena de La Colmena, versión fílmica, en la que un gris ve como salen de comisaría José Sacristán, “uno que escribe” y dos gays que son Rafael Alonso y Resinés, y el policía les insulta por su condición sexual. Creo que hoy todo eso se ha acabado, aunque energúmenos siempre habrá. El código civil recoge perfectamente en la España democrática los derechos de todos sin entrar en tendencias sexuales y el código penal recoge el delito al odio. Y eso debería ser suficiente para que cada uno en su casa haga la vida relajada que desee, porque la promoción en exceso tampoco es buena. Ni el franquismo, ni tampoco ese apabullamiento que tenemos en Madrid estos días.