Desde que tengo uso de razón siempre he soñado con tener una piscina. Un lujo innecesario cuando vives en un lugar como Aranda de Duero, donde se suceden nueve meses de invierno y tres de infierno y en el que solo puedes bañarte en sus gélidas aguas dos meses al año, con suerte, serpenteando los días de tormenta. Un rincón del mundo donde incluso en verano se duerme con manta y en el que se producen cambios de temperatura que deshacen los mediodías con 40 grados a la sombra y tiritan las noches con menos de 12. Por eso sus vinos son tan especiales, ya que unas cepas acostumbradas a padecer tanta brusquedad, se hacen pronto viejas y sabias y dan los mejores caldos, esos que abrigan los atardeceres y templan los cuerpos en sus bodegas centenarias.

Desde que tengo uso de razón siempre he soñado con tener una piscina en la que pasarme las mañanas, las tardes y las noches buceado. Porque a mí no me gusta nadar, lo que adoro es la sensación de ingravidez, de silencio y de ausencia de emoción que se vive bajo el agua. Aguantar lo máximo posible sin sacar la cabeza, alcanzar largos imposibles y escupir satisfacción al llegar a la otra orilla. Un hecho que es la vergüenza de tu pareja si este es nadador profesional, e incomprendido por tus amigas cuando te sumerges incluso en los Spas. A veces me gusta bucear muy despacio, regodeándome en mi propia lentitud para apagar la mente. Cerrar de pronto los ojos y abrirlos muy rápido, para sonreír sin remedio ante tanta quietud. Desde que vivo en Ibiza cada vez que me meto en el mar lo hago con mi equipo de snorkel, con el que me pierdo durante horas para rozar peces, acariciar posidonias y colarme en cuevas mágicas. No hay nada más primitivo que esconderse bajo una capa de agua azul con el pelo suelto, sintiendo que todo tiene de pronto sentido, y respirando la simplicidad de las cosas que nos hacen felices desde pequeños. Una sensación similar a montar a caballo o a volar en globo pero en la que solo tú tienes las riendas.

Siempre he abierto los ojos bajo el agua, incluso cuando llevaba lentillas semirrígidas y ponía en peligro la integridad de aquellos cristalitos que costaban 15.000 pesetas la unidad. Durante mi adolescencia las gafas de bucear no eran un complemento negociable y eso obligó a mi pandilla a buscar en varias ocasiones aquellos minúsculos objetos durante horas. Nunca aparecieron y aprecié como nadie primero la llegada de las lentes blandas y después la operación que me libró para siempre de ellas y que me hará estarle eternamente agradecida al doctor Javier Fernández.

Cuando me compré mi primer y único piso no me importaba su tamaño, ubicación o características. Si tenían piscina, a cada una de las propuestas que nos mostraban en la decena de inmobiliarias que consultamos les encontraba cosas buenas, pero cuando tu chico es ingeniero industrial es imposible convencerlo con tan vano argumento.

Dejamos de ir juntos a la piscina cubierta en invierno porque le avergonzaba que me sumergiese bajo sus carriles en vez de cruzarlos con estilo y al final encontramos un hogar que cumplía los requisitos de ambos, y que le evitó el bochorno de explicar que su novia solo buceaba, como si fuese una tara.

Cuando le perdí y su energía y su magia se marcharon muy lejos, decidí no dejar nunca de bucear en nuestra piscina y en las costas de la isla que construimos juntos. Porque cada vez que lo hago braceo por los dos, sonrío y le prometo que llegaré mucho más lejos. Porque cuando más profundo me sumerjo, más me olvido de la dureza de la vida que hay sobre tierra y consigo refugiarme en la paz infantil de una vida con piscina.