¿Dónde van los recuerdos olvidados? ¿En qué rincón descansan los conocimientos desaprendidos, los libros que se borran de nuestra memoria y los besos que nunca recordaremos haber dado?

Las horas, los días y los meses en los que sufrimos heridas mejor o peor curadas, se presentan hoy dispersos en nuestra cabeza haciendo que no sepamos si navegan entre los sueños o si fueron pesadillas demasiado reales. Así se nos reproduce nuestra historia dibujada a medias y con líneas borradas con gomas de exageraciones destinadas a embellecer sus trazos, para que no escuezan tanto o sean menos intensos. Como afirmaba Helena Bonham Carter en la película «Big Fish», de Tim Burton, «un hombre ve de forma diferente las cosas en distintos momentos de su vida» y puede que edulcorar las historias, vestirlas de gestas y hacerlas más hermosas no sea sino la herramienta de los optimistas que nos negamos a perder la partida al destino.

Seguro que aquella vez que inundé mi casa dándome un baño de madrugada en el bidé no sonaba «Corazón Contento» de Marisol, pero los vagos recuerdos que tengo de esa noche la encumbran como banda sonora, y es más que probable que esa obra de teatro en la que me caí en mitad de la actuación, destrozando las mandarinas que mi madre puso en aquel vestido de comunión improvisado como novia para dotarme de una madurez que no tenía, no se rompiesen de manera tan hilarante, pero los ecos de aquella ovación, los aplausos y las risas resuenan con fuerza en mi cabeza. Acabo de saber que no tengo el colon quemado por el abuso de los lácteos y que a los conciertos que di con mi grupo de juventud nunca asistieron más de 100 personas.

Hace poco releí mis diarios fechados en los años 90, las cartas de novios adolescentes y los poemas que tejí con el drama de la juventud y no me reconozco en mis propias letras. Ni las miserias relatadas fueron tales, ni los amores desgarradores me hicieron muesca alguna. Creo que tampoco son del todo ciertas las batallas victoriosas que describo. No sé quién es la que escribe, la que posa en fotografías dedicadas, ni quien firma una letra que tampoco es ya la mía, pero sí que me reflejo en sus sueños, muchos de los cuáles se han cumplido, y no puedo evitar sonreír al recordar cómo aquella chica perezosa, egoísta y desordenada se ha transformado en una adicta al trabajo, maniática del orden y adalid de las causas perdidas.

Ese mismo día repasé mi biblioteca y me perdí en el lomo de cada libro sin ser capaz de reproducir sus tramas. La mayoría se había deshecho hasta quedarse en unos pocos renglones. Por ello he vuelto a beberme «Yo Claudio», «El Principito» o «La Casa de los Espíritus», con la inocencia de quien los descubre por vez primera. Haciendo una estadística calculo que en 30 años de adicción lectora habré leído cerca de 300 obras, pero casi todas las sagas completas y títulos de escritores como Almudena Grandes, Matilde Asensi, Isabel Allende, Ildelfonso Falcones, Arturo Pérez Reverte, Lola Dueñas, Robert Harris, Valerio Massimo Manfredi, Carlos Ruiz Zafón o Noah Gordon, se han diluido en el mismo pozo sin fondo donde descansan las integrales, las derivadas, las funciones o las tablas químicas que tanto sufrí para aprenderme en el colegio. Las reglas de la poesía, las montañas, las capitales mundiales y las guerras memorizadas ya no están en mi cabeza y apenas puedo evocar algunos conocimientos que otrora repetía sin cesar y que me permitieron terminar con más pena que gloria la escuela y el instituto. De la carrera recuerdo algo más, pero la pérdida de tantos conocimientos se me antoja un abandono injusto que desemboca en una soledad fría. Echo de menos recordar todo sobre los invertebrados, enumerar los nombres de los primeros periódicos del romanticismo francés y saber cómo se describían los cortes geográficos. En cambio todas las canciones del verano, los teléfonos fijos de mis amigas de la infancia, los nombres y apellidos de mis compañeros de 5º de EGB o el principio de Arquímedes están grabados a fuego en ese curioso órgano llamado cerebro que a veces no suena como debiere, y que es caprichoso a la hora de almacenar recuerdos. Lo que él no sabe es que tenemos un arma secreta para retener o recuperar lo que ya no quiere: volver a estudiarlo de nuevo y plasmarlo en un papel. Por eso escribamos hasta el olvido, besemos de nuevo cada recuerdo.