Mi abuela Anastasia, la madre de mi madre, hubiera cumplido ayer 110 años. Nacida en Madrigal, un pueblo de Guadalajara, era delgada, con cara dulce y entrañable y siempre iba con una sonrisa, pero también era fuerte como un junco. Su historia es de película. Casada con Mariano a pesar de la oposición de las familias, dió a luz a nueve hijos de los que sólo cinco salieron adelante en una época tan dura como la postguerra. Juntos vivieron donde le destinaban a él. Sevilla, Barcelona, donde les hubiera gustado quedarse si no hubiera sido por los problemas de salud que arrastraba Mariano tras la Guerra Civil. Finalmente se asentaron en Madrid donde él sufrió un infarto y murió. Mi madre y sus hermanos eran niños y fue un golpe duro. Tambien para Anastasia que, sin embargo, se convirtió en una heroína para sacar adelante a su familia. Siempre ahorradora, siempre simpática y siempre dispuesta a ayudar a los demás.

La recuerdo siendo una persona joven en un cuerpo de mayor. Sin achaques y sin reproches, siempre iba ayudar a los ‘ancianitos’ de la parroquia siendo de su misma edad. Su casa, en San Conrado, siempre estaba abierta para quien lo necesitara y aunque andara justa cada domingo se apañaba para tener un solomillo con patatas y unas judías verdes. Nos hacía felices con juegos, paciencia, canciones o construyendo una pelota de lana para jugar en su pasillo usando de canasta improvisada una imagen de un Cristo.

Se que a lo mejor todo esto no interesa. Son batallitas de la familia González Mangada, pero ayer ella me vino a la cabeza y me hizo plantearme quiénes son mis referentes. Lo siento, no juegan al fútbol, no me gobiernan, no llenan estadios, ni son gurús del cambio climático «a los que les han robado su infancia». Son gente como Anastasia. Heroínas anónimas de la postguerra, el franquismo y la transición que jamás tuvieron un reproche y sí miles de sonrisas.