Espantamos el miedo y lo borramos con cada aplauso, aplastándolo para sentir que no está instalado en nuestras tripas. Desde las primeras palmadas lloro cada día para limpiar con cada lágrima de emoción la frustración, la perplejidad y hasta la soledad. La sal todo lo limpia y sabe a esperanza.

Somos muchos los que nos damos las buenas noches a gritos, los que nos sonreímos a lo lejos. Vecinos que no nos saludábamos, que no nos conocíamos y que ahora somos lo único que tenemos para anclarnos a la realidad. Aplaudimos a médicos, a enfermeras, a auxiliares, a celadores, a farmacéuticos, pero también a cuerpos de seguridad, a periodistas, a personal de limpieza, a cajeras de supermercado, a reponedores, a transportistas, a mensajeros… y, en general, a todas esas personas que hacen que todos nuestros problemas sean cómo evitar aburrirnos en casa o qué comer. Les aseguro que ningún teatro había acaparado nunca tantas ovaciones y tan honestas. La labor de los medios, tan criticada por muchos, nos mantiene conectados con la realidad, informados para no coartar la poca libertad que nos queda, y eso debemos valorarlo. Esta noche mi aplauso va para vosotros, compañeros.

Llevamos una semana confinados, sumergidos en un mar de dudas, sin saber cuándo se acabará esta pesadilla, esta distopía sobre la que les escribía hace un mes desde esta misma atalaya y que parece salida de una serie de esos canales que nos roban las horas. Quisiera aprovechar el tiempo para hacer todo aquello que nunca puedo: leer más, escribir mejor, terminar tal vez esa novela abandonada a su suerte, corregir otras que me han confiado amigos, pintar un cuadro nuevo aunque nadie lo quiera, limpiar, ordenar, besar, dormitar, mimarme, mimarle... Quiero mirar a las musarañas, quiero aburrirme para que las ideas geniales que pudieran habitarme salgan a pasearse o sentir que las musas se olvidan de mí, como lo hicieran en su día en el techo de la habitación de Serrat, pero la realidad es que llevo varios días aporreando mi ordenador, trabajando y relatando en mis redes sociales cómo pasan las horas, lentas, densas y como una maraña oscura.

Incluso el tiempo se ha oscurecido para mostrarnos el futuro inhóspito que nos espera y en el que no sabemos qué ocurrirá. Nunca nos habíamos visto en una tesitura como esta, más similar a un escenario de guerra que a una crisis económica.

Hemos escuchado tantas frases desafortunadas estos días que ahora y sin aplausos se me eriza la piel de nuevo: que el coronavirus solo afecta a «viejos» que ya habían surfeado la vida o que lo mejor es pasar esta enfermedad para hacernos inmunes, aunque se queden miles de personas por el camino. Hemos visto a personas paseando por las calles y haciendo deporte con total falta de solidaridad y de respeto, o a quienes almacenan papel higiénico o alimentos sin pensar en los que van detrás de ellos.

Hemos visto a famosos mostrando sus maravillosas casas en las que se quejan de estar encerrados, mientras que familias enteras hacen malabarismos para no subirse por las paredes mientras sus hijos tocan la batería o saltan en el sofá. Hemos leído a políticos de medio pelo haciendo comentarios horrendos sobre los muertos de Madrid y a empresarios más indignados por sus bolsillos que por quienes nunca más podrán ser sus clientes…

Hemos visto estos días lo mejor y lo peor del ser humano. Ese mismo animal, supuestamente racional, que ha creado este virus, que lo ha transmitido y que lo ha repartido por todo el mundo para demostrarnos nuestra fragilidad, nuestra estupidez y nuestra falta de empatía. Lo siento, he sucumbido a las teorías ‘conspiranoides’ y empiezo a creer que nació en un laboratorio y que concluirá en otro.

Pero si hoy, si ahora mismo, están pensando en quejarse de nuevo porque no puede salir de sus cuatro paredes, recuerden a esas personas mayores solas y presas del miedo, a los enfermos de cáncer, a los pacientes de paliativos, a los que no tienen un techo o a quienes se encuentran sin nadie que los acompañe. Piensen también que algunos vivimos un día un confinamiento peor que este, el que nos arrebató a compañeros de vida en un viaje sin retorno, y que no hay mayor dolor que ver cómo la persona a la que amas se consume poco a poco sin poder hacer nada.

Piensen, piensen mucho en lo afortunados que somos. Evoquen a quienes están esperándonos ahí fuera para darnos un abrazo o para tomarse un vino con nosotros, nuestros padres, hermanos, sobrinos, amigos y compañeros y recuerden que nadie podrá robarnos un futuro que está ahí, resplandeciente y bruñendo nuevas rutinas, del que esperamos que aprendamos algo, y en el que solo les pido una cosa: que seamos mejores.