No sé si soy yo la que mira con otros ojos o si por el contrario es el resto del mundo el que está construyendo nuevas sonrisas, con cimientos más firmes e inmensamente honestas. Después de la catástrofe y de los días en los que nos encontramos a hurtadillas entre letras y balcones, se me caen los abrazos y las lágrimas de emoción al reencontrarme con viejas costumbres, con personas que brillan con una energía distinta y con lugares que siento más míos que nunca.

En estos siete días en los que no les he escrito, mi chico se ha venido conmigo al lado oscuro de la cuarentena y hemos celebrado por todo lo alto la vida, el amor y su cumpleaños en este rincón del Mediterráneo con alma de paraíso. Nos hemos bañado hasta arrugarnos y hemos brindado tantas veces que no alcanzo a ponerles números. Hemos recorrido Formentera siendo conscientes de lo bonita que es la amistad verdadera cuando se pinta de turquesa, compartiendo silencios de lectura, miradas de complicidad y suspiros con forma de bombonas de oxígeno. Y así, entre paseo y paseo, me he dado cuenta de que yo solo quiero recorrer la vida con personas que te cosen una paz bonita que no se despega nunca; de las que suman y hacen los días más bonitos y con más luz, aquellas que incluso en los momentos oscuros de este encierro eran faros a los que mirar para no ahogarnos en la tormenta.

Pero ellos ya eran calma y maestros de mi tribu. Son arcoíris en días de lluvia y electricidad que conmueve como la de los atardeceres que no dejan de enamorarnos y de sorprendernos aunque nos acaricien cada día. Como en El Principito, son mis rosas, únicas y especiales, junto a las cuales me gusta sentarme cada día para despedir al sol. Ellos ya eran mi Gente Bonita antes del confinamiento.

Pero, de pronto, es como si todo hubiese florecido, no solo la naturaleza a la que le hemos dado un respiro, sino también los vecinos de la escalera que ya siempre saludan, los paseantes de perros o los policías que patrullan Talamanca. Los conocidos con cuyas suertes me identifico más que nunca y que comparto con una alegría inusitada. La cajera del súper de la esquina, que me contó el martes que durante el confinamiento se había quedado embarazada, poniéndome la piel de gallina y dos lágrimas de alegría en la cara, el encargado del restaurante del miércoles que recordaba nuestros dos vinos preferidos y los había puesto a enfriar porque sabe que nos gustan a menos grados de los debidos.

Mi dentista, quien me limpió el miércoles mucho más que los dientes en una charla cubierta hasta las cejas en la que me sentí como E.T. pero que desnudó al canturrear por Rozalén mientras me pasaba por la boca una pulidora con sabor a flúor. La señora que me dedicó un corazón ayer porque paré risueña para que cruzase por el paso de cebra orgullosa llevando a su nieto, clientes que se han transformado en amigos de los que llegan para quedarse y compañeras cuya dulzura y talento me hacen darme cuenta de la grandísima suerte que tengo de poder coser palabras cada día a su lado.

Como les digo, yo siempre he atesorado, valorado y mi mimado a mi Gente Bonita, e incluso me lo he tatuado en la firma digital, en mi cuaderno y en mis versos, pero es que si algo bueno hemos sacado de aquella distopía sobre la que les escribí durante 99 días es que de pronto son más, ¡sois más!, y si esta es la nueva normalidad, ¡qué coño!, igual no todo ha sido tan malo.