Este domingo somos los protagonistas de una película mala de sobremesa. Actores de serie B cuyo desenlace se ve truncado por confiar en personajes cuya crudeza se adivinaba desde el inicio de la trama, como en los dibujos animados de nuestra infancia. Hasta el título de nuestro particular largometraje es vulgar: contagio en las islas.

Empatizando con ellos, tal vez su perversión solo se deba a una fatal ignorancia o a una simple y desacertada falta de previsión, pero su torpeza al fin y al cabo les hace culpables del fatal desenlace. El desconocimiento no nos exime de cumplir las leyes ni del deber de hacer bien nuestro trabajo.

No voy a entrar a discutir sobre la idoneidad de que quienes nos gobiernen deberían tener experiencia, formación, haber trabajado alguna vez en su vida o gestionado empresas, ni tampoco en la necesidad de que los comités de expertos sobre pandemias sean reales o que la salud sanitaria y económica de un país debería prevalecer sobre los votos de las próximas elecciones, ya que mi inocencia me hacía creer que no podrían volver a improvisar tan mal y con tan pocas tablas. Cuando publiqué hace un mes Bitácora de una distopía, el ramillete de crónicas que compartí en este mismo diario durante los 99 días en los que estuvo vigente el Estado de Alarma, auspicié en el prólogo que esta historia de terror no había terminado y que sus contenidos estaban más de actualidad que nunca. Llegué incluso a bromear con que sería el libro perfecto para leer durante el próximo confinamiento y ahora no puedo hacer otra cosa que recomendárselo como la lectura ideal para los próximos 15 días y los que vendrán después, porque esto no ha hecho más que volver a empezar de nuevo.

Y es que nos han vuelto a encerrar los mismos que se cogieron vacaciones este verano, cobrando religiosamente sus abultadas nóminas sin asistir durante dos meses a Congreso, Senado o Parlamentos, para acusarnos de haber sido imprudentes mientras lucen moreno. La culpa no es nuestra, señores, porque la mayoría lo hemos hecho bien, sino suya, de la inacción de gobiernos, fuerzas de seguridad y pícaros de playa para quienes la solidaridad es solamente el título de una canción. Llevamos meses denunciando que no había policía controlando el cumplimiento de las normas de seguridad, que faltaban multas coactivas que evitasen la relajación de algunos grupos que no ven el peligro ni aunque esté frente a sus ojos y que debían implantarse sistemas de cribaje en puertos y aeropuertos de destino. Pregúntenles cuánto han invertido a pequeños y medianos empresarios de Ibiza para adecuar sus establecimientos y proteger a sus clientes. A esos mismos a los que les han cerrado las puertas en tres meses sin haberles permitido ganar lo suficiente para pagar impuestos. Ustedes son los auténticos malos de esta película infumable, pero tan oscura que no nos permite ni echarnos la siesta. Los mismos que decían ayer que éramos un destino seguro y que defendían un corredor que trajese a guiris a nuestras playas, nos conminan ahora a encerrarnos en casa por un bien común que ellos mismos se han pasado por el forro.

Ya no podemos ni saludarnos con el codo y nos hemos acostumbrado a las mascarillas y a los abrazos con los ojos. Llevamos meses diciendo que esto ocurriría, que no era normal abrir puertas sin cerrar ventanas, olvidarnos de la pandemia para llenar el buche y mirar hacia otro lado cuando los expertos nos decían que el virus seguía aquí entre nosotros, más tranquilo para no cargarse a sus anfitriones y esperando el momento perfecto para volver a anidar en nuestros miedos.

Si los test tienen un precio de mercado de menos de 3 euros, ¿por qué no se han hecho en los aeropuertos y puertos de destino a los turistas que han venido a nuestras islas para esparcirlo sin pudor y copar después portadas acusándonos de ser un foco de Covid-19? Y lo más importante, ¿van a permitir que la segunda parte de este serial sea todavía peor que el primero?