Hace unos días mi madre me alegró la jornada con la noticia de que la hija de mi prima Rosa había ganado un concurso de redacción organizado por su colegio en Madrid. Ella se llama Eva Pasamontes Bastida, tiene 9 años, y es una niña deliciosa, responsable y encantadora, de esas que, como decimos a veces en la capital de España, no entran dos en la media docena. Al igual que sus dos hermanas, Diana y Paula, han heredado todo lo bueno de sus padres, Rosa y Eduardo, una pareja genial que te abre las puertas de su casa y de su vida cada vez que te cruzas con ellos desviviéndose para que todo sea más fácil, bonito y amable con el valor añadido de que él, además, hace unos postres deliciosos que ni el mejor de los pasteleros de España.

Por eso, cuando les veo a ellos, a su hermano Rubén con su chica Elvira, a su otro hermano Raúl con su mujer Patricia y la pequeña Alejandra, y a mis tíos Carlos y Conchi, me entra desasosiego al pensar qué tipo de mundo les estamos dejando. Viendo tanta gente buena como ellos, ejemplo para muchas cosas, me entran los sudores fríos al comprobar que al otro lado del espejo están esos malos que son capaces de sacar lo peor del género humano. Aquellos que son muchos peores que esos villanos de película con los que crecí y que se enfrentaban a John Rambo, John McClane, Tango y Cash o Los doce del Patíbulo. Aquellos que son el vivo ejemplo de que en muchas ocasiones la dura realidad supera la ficción.

Me preocupa no saber cómo les puedo explicar a mis tíos, sus hijos y sus nietas que al final tanto esfuerzo por hacer todo esto mucho más habitable no sirve para casi nada porque al final estamos en manos de unos locos con carnet. Porque vivimos pendientes de los delirios de quienes manejan los hilos de las naciones importantes. De esos que no tienen problema en aprobar el bombardeo de una estación de tren repleta de personas inocentes que lo único que querían era huir de una guerra que, como todas, es atroz y despiadada. De esos a los que se llaman presidentes pero son tiranos y dictadores a los que no les importa nada salvo perpetuarse en sus tronos, emborrachados ante tanto poder. Esos para los que la salud de su propia gente no es nada porque solo piensan en sí mismos, en sus egos, en pasar a la historia y en que sus acólitos les digan, repletos de miedo, que son maravillosos.

Siempre he sido más de preguntas que de respuestas. Entre otras cosas porque no soy experto en nada y sí un simple aprendiz de todo al que le gusta leer de uno y otro lado y escuchar siempre con los oídos bien abiertos. De esos que prefieren callar antes que abrir la boca para decir tonterías. Sin embargo, confieso que me encuentro en un punto muerto. Como en esas calles que son fondos de saco a los que entras con el coche y de las que luego tienes muchos problemas para salir porque son estrechas y oscuras y están repletas de obstáculos. No encuentro los porqués ante tanto sin sentido. No comprendo qué o quién nos ha llevado a tanta barbarie, desprecio por el prójimo, insulto o a tanto maltrato por el medio ambiente. No sé si es que ya el término humano ha perdido todo su sentido o que vivir enganchados a las realidades paralelas de las redes sociales nos convierte en seres autómatas que ya ni saludan al vecino de al lado o cuidan como merecen a sus mayores. En fin que por más que busco no encuentro la x que siempre marca el tesoro y las preguntas se me acumulan día tras día, corriendo el riesgo de que no quepan en este texto.

Afortunadamente, siempre hay algo que me despierta una sonrisa. Algo que me demuestra que hay esperanza. Que no todo es negro y que siempre hay espacios para los blancos, los rosas o esos azules cursis que siempre odié cuando era pequeño y ahora más que ya peino canas. Eso, que en definitiva, se llama ilusión y que esta semana lleva el nombre de Eva. Gracias familia y enhorabuena por tu pedazo de premio.