"Fumar no es saludable. Esto es evidente."

Nunca me han gustado los movimientos ni las asociaciones cuyo nombre comienza con el prefijo «anti». Anticlerical, antidemocrático, antisistema, antirrevolucionario, antitabaco. Y es que las ideas que representan todas estas palabras parten de un planteamiento inicial destructivo o, si se quiere, de rechazo a todo aquello que sigue al citado prefijo. Quien se autodefine como anti cualquier cosa tiene como objetivo primero acabar con ésta, con todo lo que simboliza; y luego, tras el vacío causado por el efecto de la bola de demolición, construir sobre las ruinas algo nuevo, mucho mejor que lo anterior, que era impuro, repulsivo o corrupto.

Ocurre lo contrario con el prefijo «pro», el cual, a diferencia del anterior, significa movimiento hacia delante o estar a favor de la idea que sucede a estas tres letras. De ahí la palabra «progreso» o las asociaciones pro-derechos humanos, que promueven el reconocimiento y la concesión de estos y no su restricción.

Un Estado en el que predominen los movimientos «anti» será siempre un Estado menos libre que uno en el que lo hagan los movimientos «pro». A las pruebas me remito. Y es que hoy, como muchos han puesto de manifiesto, cada día somos menos libres. Salimos a la calle y deambulamos entre inquisidores disfrazados de libertarios y puritanos ataviados de subversivos. Los últimos en salir a la palestra han sido las asociaciones antitabaco que, como viene siendo la tónica habitual en estos tiempos, han urgido al Gobierno para que tome medidas dirigidas a prohibir y a prohibir más para seguir prohibiendo. Han pedido la creación de más lugares sin humo en exteriores, además de, y cito textualmente, que «España vuelva a ser pionera como ya lo fue con la ley de 2010». Pionera en prohibir, por supuesto. Pionera en los «anti», no en los «pro».

Desean, así lo han declarado, que no se fume en las terrazas de los bares, ni en los parques, ni en ciertos lugares en la vía pública. Y como novedad, una medida inconstitucional, que tampoco se fume en los vehículos privados, no ya el conductor, que podríamos defender que no lo hiciese por seguridad, sino ninguno de los ocupantes, vayan delante o detrás.

Permítanme reiterar este adjetivo: inconstitucional. El vehículo privado es, como su propio nombre indica, privado, ajeno a cualquier persona a la que su titular no permita la entrada. En mi coche, lógicamente, entra quien yo quiera. Y si, tras mi preceptiva invitación a acceder a su interior, alguien no desea hacerlo porque huele a tabaco, porque mi sobrino se ha comido una bolsa de Cheetos Pandilla y lo ha dejado todo lleno de migas o simplemente, sin ninguna otra explicación, porque no quiere, siempre podrá usar el suyo, ir andando o coger el autobús. Es decir, lo que antes resultaba lógico, lo expuesto, ahora parece ser algo terrible e intolerable.

El fumador es un ser ignominioso. El recuerdo de una época oscura que hay que erradicar. Por ello, España ha de ser pionera en hacerlo. Y si para conseguirlo tenemos que vulnerar unos cuantos derechos fundamentales, el bien común nos servirá de pretexto. No será la primera vez que alegamos este concepto etéreo e impreciso para restringirlos. De modo que, si vestimos bien el muñeco, si decimos que los fumadores son los causantes del colapso del sistema sanitario, que sin tabaco no habría cáncer de pulmón ni otras muchas otras enfermedades asociadas al humo y que todas las camas, ahora ocupadas por fumadores, quedarían libres, la sociedad nos aplaudiría y nosotros, adalides de la represión, habremos cumplido nuestro objetivo.

Fumar no es saludable. Esto es evidente. Así pues, todas las iniciativas que las instituciones públicas o incluso privadas tomen para concienciar a la población de sus efectos negativos han de ser aplaudidas. Pero claro, hablo de iniciativas tendentes a la concienciación individual y colectiva, no de medidas prohibitivas que restrinjan todavía más el proceder de quienes, en el ejercicio de su legítimo derecho a la libertad, deciden encenderse un cigarrillo.

El alcohol tampoco es saludable, ni la comida procesada, ni las patatas fritas, ni muchos otros productos que se ofrecen incluso a los más jóvenes. Como tampoco lo es, aunque muchos antitabaco lo hagan, hacer footing por las avenidas más transitadas de la ciudad. Algunos hasta dicen que el mero hecho de residir en la ciudad es dañino. Es mejor retirarse al campo, donde no hay polución y donde cada uno, en su terreno, puede cultivar tomates ecológicos y dedicar sus horas a trabajar el mimbre.

En resumen, muchos productos o actividades no son saludables. Pero no por ello han de ser prohibidas. Si las autoridades lo hacen o simplemente lo insinúan, corren el riesgo de convertirse en Pol Pot, dictador camboyano, líder de los jemeres rojos, que exigió la evacuación de las ciudades y la destrucción de la civilización urbana.

España, a diferencia de lo que exigen las asociaciones antitabaco, no ha de ser pionera en prohibir, sino pionera en formar a las nuevas generaciones, en educar en valores y en respeto, que es lo que debería mover a una persona a no fumar junto a un niño. No una norma que, al fin y al cabo, es un papel. Un papel que reprime, pero que no educa.