Cachirulo con algunos de los niños participantes. | Arguiñe Escandón

La plaza Albert i Nieto se llenó de niños con bicicletas ayer sábado por la mañana con motivo de la celebración de la Semana Europea de la Movilidad. Decenas de familias se acercaron a esta ubicación para disfrutar del buen tiempo de la mano de un circuito de educación vial, talleres, un enorme mural, la energía de Cachirulo y hasta un juego que simulaba un control de alcoholemia.

Sobre las 11.00 horas, el pequeño Biel miraba a través de las vallas el enorme circuito que todavía se estaba montando. Con tres años y medio de edad, Biel ya está hecho todo un ciclista; su madre, Laura, ha explicado que va al colegio en bicicleta. «Ha empezado el cole ahora y va en bici o en patín. ¡Se ve más casco que persona!», se reía su madre. Sergio, el padre, comentaba que era posible que el pequeño Biel no se atreviese a entrar al circuito por vergüenza: «Es una posibilidad, pero intentaremos que entre».

Con el paso de los minutos eran más los pequeños que llegaban con sus bicicletas a la plaza. La música comenzaba a sonar cuando aparecieron Nil y Martí, con ganas enormes de entrar al tan ansiado –y todavía cerrado– circuito. Su padre comentó que han venido específicamente para estos talleres: «Tenemos terreno en casa, por donde van mucho en bici, así que aprovechamos esto para que comiencen a aprender a circular».

Al otro lado, bajo la sombra de unos árboles, Marisa y Raquel aprovechan su rato en familia con hasta cuatro niños, todos en bicicleta. Marta, que acaba de entrar a Primaria con sus cinco años, no cree que sepa hacer una rotonda. Su hermano Marc, de tres, daba vueltas con una pequeña bici. Si los dos estaban entusiasmados por entrar al circuito, no se daba el mismo caso con Paula, de 13 años. «Ya ha entrado en la edad de la vergüenza», decía su madre, si bien ella prefería decir que «todo eso ya se lo sabía» porque «los de Educación Vial vienen al colegio y al instituto». El último de los niños, Carlos, daba vueltas por todo el bulevar mientras charlaban.

Test de alcoholemia
Alberto Serrano, policía local que lleva pasándose por los colegios e institutos de Vila muchos años en su afán de informar sobre seguridad vial, se movía de un lado a otro terminando los preparativos. Una de las paradas que más llamaba la atención era un pequeño circuito rodeado de tres carteles sobre la alcoholemia, las tasas de alcohol –permitidas y no permitidas– y el denominado test de Romberg: «Vamos a montar este test, que es el que hace muchas veces la Policía americana en las pelis, con ejercicios como la pata coja o el equilibrio».

«Para hacerlo más complicado», continuó Alberto, «damos unas gafas que varían lo que sería el nivel de alcoholemia o de drogas. Te distorsionan la realidad, entre comillas, de una manera parecida». La prueba pareció tener un gran éxito entre las madres que acompañaban a sus hijos al circuito grande. Participó la propia Raquel, quien afirmó que «marea» y que es una buena simulación: «No hay que beber». Alberto anunció, además, que le gustaría preparar una experiencia de este estilo pero «más a lo grande».

El propio agente se encargó de dar la bienvenida a los muchos niños que se agolpaban, expectantes, en la entrada del circuito montado en el centro del bulevar. En su breve charla, quiso recordar a los pequeños la importancia de seguir las señales, especialmente la de ‘stop’, que deletreó un par de veces. Biel escuchó a Alberto atentamente para después lanzarse al interior del recorrido acompañado primero por su padre y después por su madre. Por mala suerte, uno de los nenes que acudieron no pudo entrar porque se había dejado el casco en su casa y, como recordó el personal del Ayuntamiento, «el casco es completamente obligatorio hasta los 16 años». Paúl aguantaba sobre su bici bajo la carpa de «pon tu bici a prueba» para comprobar si la altura de su sillín era la correcta. Resultó que, a sus cinco años, llevaba el asiento un poco alto. Como bien dice Paúl, tiene una bici «muy bonita que eligió mi madre». «Me está enseñando a poner bien el asiento y que si me estrello no me haga daño», comentaba Paúl. El pequeño admitía, con voz más baja, que no se sabe las señales. Por suerte, el circuito estaba repleto de personal que podría enseñárselas.

En otra carpa se encontraban Martina y Bruno, hijos de Nuria, haciendo chapas de educación vial. «También está el abuelo», explicaba el pequeño Bruno, de dos añitos, mientras mostraba cómo pintaba una bicicleta de color rosa. Martina, de cuatro años, acababa de pintar un coche eléctrico y cortaba con maestría la silueta circular del dibujo para plasmarlo en una chapa. La madre, Nuria, se reía mientras Bruno, sonriendo, mostraba con los dedos que se había caído «una y dos» veces viniendo hacia el bulevar, en su moto correpasillos, porque iba «así y así» de rápido.

Al mismo tiempo, Cachirulo hizo su aparición y se dirigió a las decenas de niños que le miraban contentos. «El Ayuntamiento ha montado actividades súper chulis», comentaba, «y espero que a mí también me enseñen a ir en bici». Con esto, el payaso sacó su bicicleta y se unió a los más pequeños en sus paseos por el circuito vial, aprendiendo juntos a ceder el paso, no ir en dirección contraria o parar en las señales de ‘stop’.